> TODO LO QUE FUE APARECIENDO DESPUéS DE LA PUBLICACIóN DEL LIBRO
› Por Soledad Vallejos y Marina Abiuso
Un libro en la calle puede resucitar muertos. No lo sabíamos cuando pusimos el punto final a Amalita. Habíamos pasado meses entrevistando a fuentes cercanas, amistades insólitas, viejos empleados, enemigos íntimos y públicos. Habíamos agotado hasta las hemerotecas y los archivos más inesperados. Necesitábamos todo cuanto pudiese acercarnos a Amalia Lacroze de Fortabat y su mundo, donde las evasivas son la encarnación elegante de las negativas.
Hubo resquicios; hasta del silencio más férreamente diseñado emergió su intimidad: teníamos color, teníamos detalles. También, parte de la historia de un siglo argentino. Cuando el texto entró en imprenta, dimos por terminada la historia. Fue un error. No tardamos nada en aprender que en la calle se sigue escribiendo.
Primero fueron los entusiastas: lectores que se tomaban el trabajo de encontrarnos en Twitter o Facebook para acercar detalles o contar sus propias historias con Amalita. Escribieron, por ejemplo: “¿Contaron con qué marino poderoso se citaba a almorzar en un yate en plena dictadura?”. Agregaban: “Yo la vi”. Pero no era sólo que, como suele suceder con Perón, de Amalita llovieran anécdotas de desconocidos. El poder de un libro impreso es tal que reaviva memorias. De pronto, nuestros propios entrevistados tuvieron más y mejores (detalles, colores, luces) historias que contar.
Lamentaremos para siempre no haber llegado a incluir una escena digna de la picaresca cinematográfica, pero transcurrida en un cuartel. Agasajada por los militares, Amalita recibió como regalo unas espuelas de oro y plata. Estaba sentada sobre una banqueta; llevaba tacos, falda, mostraba sus piernas. No se resistió y allí mismo, ante el regimiento, se dirigió a un amigo:
–Por qué no me la pone, coronel... Así veo cómo queda.
El coronel procedió.
Hubo más. Tras los entusiastas anónimos llegaron los parientes ocultos. También sobrinos perdidos, primos lejanos en el árbol genealógico y relaciones desechadas en segundas nupcias dieron con nosotras. Así nos enteramos de que Amalita tenía un apodo más: con ironía y algo de ternura, una rama de su propia familia la llamaba “la prima del campo”. Conocimos los límites de su generosidad con los miembros menos pudientes de la familia y la decepción que sintieron al comprender que su heredera, Inés de Lafuente, era de generosidad algo más limitada que la Señora.
Con el correr de las semanas, nos quedó más y más claro que la curiosidad dañará al gato pero fortalece a las biógrafas. Aun cuando a veces haya rayado en la obsesión. Por algo quienes conocieron la intimidad de Amalita nos transmitían su sorpresa al leer detalles que ellos no nos habían revelado pero reconocían “tal cual”. “¿Cómo supieron?”
Hija, nietos, sobrinas, como había pasado durante la investigación, eligieron la distancia. Prefirieron no hacer comentarios a pesar de que amigos muy cercanos no dudaron en buscarse en el libro. Uno de ellos comentó que era una pena. “Ojalá se animaran a leerlo. Creo que les serviría a ellos mismos para conocerla mejor.”
Hubo una excepción y fue notable. Guardamos el nombre. Para nosotras, ese hombre significaba meses de negativas, e-mails escuetos, mensajes sin respuesta, silencios y evasivas. Hace un par de semanas llamó: estaba emocionado. Alguien le había regalado el libro un mediodía; juró que para la noche ya lo había leído de cabo a rabo. Se arrepentía –dijo– de no haberse dejado entrevistar por nosotras. No le importaba que el libro hablara de estafa al Estado, de la posible responsabilidad en el secuestro, la desaparición y la muerte de un abogado olavarriense, de negocios con la dictadura militar, de otros amores.
Dijo: “Les quiero agradecer en mi nombre y en el de Amalita”. La batería del celular eligió ese momento para agotarse.
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