Domingo, 24 de marzo de 2013 | Hoy
MUESTRAS > JILL MULLEADY EN SLYZMUD
Sin marcos ni telas, tomando las paredes de la galería SlyZmud pero lejos de los murales o la instalación, Jill Mulleady convirtió el cubo blanco en una exploración no de los colores que cubren la pared, sino de los que emergen del otro lado: como si pellizcara con el pincel ese universo infinito e inabarcable que es el blanco para ir revelando paisajes que se desmoronan, figuras que creemos ver, climas pasajeros que nos envuelven antes de seguir. Una visita guiada (la guía está, escrita y dibujada, en el cuarto aledaño) a todo un mundo por descubrir.
Por Verónica Gómez
Si alguien supo explorar la veta mística de los colores fue Vasily Kandinsky. De los colores auscultados en su libro De lo Espiritual en el arte, el blanco tuvo un lugar privilegiado. En su teoría, el blanco se convierte en el símbolo de un mundo tan elevado, tan por encima de los seres humanos, que sus sonidos, capturados por la lejanía, no llegan a nuestros terrenales oídos. Materialmente, el blanco es un “muro frío infranqueable, indestructible e infinito”. Lejos de estar muerto, para el pintor de origen ruso el blanco es un silencio repleto de posibilidades. Veinticinco siglos antes, Lao-Tsé, en un tono menos musical y más admonitorio, recomendaba: “Observa todo lo blanco que hay en torno tuyo, pero recuerda todo lo negro que existe”. La actitud de Jill Mulleady (Montevideo, 1980) al abordar el color blanco no parece estar en la misma sintonía que los autores mencionados. La pintura de Mulleady carece de algo que tiñe, de distinto modo, las concepciones tanto de Kandinsky como de Lao-Tsé: la radicalidad de un pensamiento que apoya sus patas en la relación entre opuestos. Opuestos que se necesitan mutuamente, opuestos complementarios. Si la relación de Jill con el blanco no es del tenor Yin-Yang... ¿de qué está hecha? En su muestra XII Leones, vigente en la galería SlyZmud, podemos recolectar algunas pistas.
CUBO MAGICO
Fundada en diciembre de 2011 por Larisa Zmud y Natalia Sly en el barrio de Chacarita, SlyZmud entró en el circuito de galerías jóvenes con un proyecto sólido y distinguido. Nucleando a artistas de trayectoria como Miguel Mitlag, Valeria Maculán y Daniel Basso, entre otros, el proyecto contempla y estimula la posibilidad de pensar las exposiciones a la manera de ensayos en el espacio, donde la obra puede lanzarse al experimento, sin dejar de hacer pie en sus propios antecedentes. SlyZmud agrupó estas muestras experimentales bajo el título “Composición #”. La muestra de Jill Mulleady es la “Composición # 8”.
Aquí, por primera vez, Mulleady decidió salir del rectángulo de papel donde sus acuarelas solían recostarse cómodamente, para intervenir las paredes de la galería. Los muros que forman el cubo blanco no resultan ni fríos ni infranqueables, aunque tal vez sí indestructibles. No hay signos de lucha con el abismo silencioso. El color salpica la superficie blanca, se oculta levemente detrás de veladuras, habla entrecortado, construye casi por casualidad paisajes que se desarman como un castillo de naipes a la intemperie. El blanco no es doblegado por la acción de la pintora sino más bien acariciado y pellizcado a punta de pincel por el color. Las interrupciones en este lienzo vacío expandido en el espacio son tan momentáneas que sólo vienen a confirmar el reinado aparentemente imperturbable del blanco. El color, vibrante, les hace cosquillas impresionistas a las paredes, al techo y al piso de la galería sin derribar su estructura cúbica. Jill Mulleady ha desplegado (¿o desparramado?) su gesto pictórico de una manera (en un sentido no peyorativo del término) superficial. No simula profundidades ni perforaciones visuales en el muro, sino que reviste la superficie plana con cúmulos pictóricos realizados velozmente, que en ocasiones llegan a ser atmosféricos. Gestuales e inmediatos, estos grafismos no tienen la capacidad de adherencia suficiente como para hacernos sentir que la pared blanca y la pintura puesta encima se han hecho carne y uña, se han vuelto indisolubles. Pareciera que un soplo al pasar pudiera barrer, sin mucho esfuerzo, todos los gestos hechos.
Si la acción pictórica de Mulleady lleva en su ADN la velocidad, la contemplación, en cambio, necesita de la demora y el vaivén. Al principio, vemos solamente tres paredes, un piso y un techo con mamarrachos de colores brincando aquí y allá como si se tratara de praderas cubiertas de nieve estremecidas por un estallido primaveral desorientado y fuera de estación. Recién llegados, cuesta unir los fragmentos de color. Podríamos imaginar que alguien ha limpiado el pincel en la pared con desparpajo. Otras veces notamos cierta intención más dirigida, como si se hubiera encarado la pared cual base anodina para realizar pruebas de color o un boceto de otra cosa, que tal vez encontremos en la otra punta de la habitación. En general, hay un descuido más cercano a la alegre despreocupación que a la desidia. Cuando Jill aborda la figura (un racimo de uvas, una rosa) lo hace de manera burda aunque graciosa, casi anónima, como si estuviera englobando en esas uvas todas las uvas del mundo, en esa flor, todas las flores del mundo. Pero si nos dejamos estar el tiempo suficiente, la cosa cambia. No es un cambio abrupto, sino tan lento como imperceptible. Los fragmentos de colores saturados, que eran islas flotando en la superficie del blanco, empiezan a dialogar entre sí. El cubo, que otrora era un recipiente para albergar manchas, un cubilete lleno de confeti sacudido y arrojado al espacio, empieza a convertirse en un cubo mágico, teñido por la luz cambiante del atardecer.
EL ORDEN DE LAS MOLÉCULAS
Hagamos un paréntesis. Vayamos a la película Happy Thank You More Please, de Josh Radnor. Tomemos una de las escenas, la perlita: la cena entre Annie y Sam. Annie, chica tan linda como conflictuada, interpretada por Malin Akerman, se deja piropear a regañadientes por Sam, hombre poco agraciado, insistente compañero del trabajo que no le teme al rebote. Durante la cena, la chica linda es blanco de una declaración de amor, al tiempo que es asaltada por una revelación. Revelación que luego relatará así a su mejor amigo y confidente: “Dime una cosa, ¿cuánta gente dice que la belleza está en el interior? Pues es una estupidez. La belleza está en el exterior y a mí me gusta la belleza. ¿Y a quién no? Pero estaba escuchando a Sam, escuchando porque me hizo cerrar los ojos. Entonces empezó a decirme por qué tenemos que salir juntos, y a medida que iba hablando las moléculas de su cara se habían reorganizado, porque abrí los ojos de repente y estaba ante un hombre absolutamente hermoso”. Las moléculas de la cara de Sam se reorganizan en la oscuridad de la mente de Annie, y lo hacen a través de frases entrelazadas armoniosamente, del sonido y el sentido de las palabras pronunciadas, tan bien calibradas que logran transfigurar al sapo en príncipe, sin cirugía plástica. Como la cara de Sam para la Annie pre-revelación, las moléculas de color en el mural de Jill están desorganizadas, deshilachadas, inconexas. La pincelada, cuando es constructiva, lo es a la manera de un Cézanne borracho. Y este balbuceo pictórico impulsa al espectador a la caminata caótica, dispersa. La deambulación en la oscuridad. Hace falta entrar y salir de la galería, cerrar los ojos un rato y volver a abrirlos, dejar que los planetas y estrellas fugaces de colores floten sin ton ni son hasta que encuentren su órbita, su dirección. Hay que mirar el techo, el piso, los rincones. Perder foco y marearse en el intento de recuperarlo.
GUÍA PARA EXTRAVIARSE
Para jugar a reorganizar las moléculas en la muestra XII Leones, contamos con una ayudita importante: la exposición está estructurada en dos partes. Traspasando la segunda puerta de la galería (semicamuflada por la pintura mural) nos topamos con una especie de trastienda, de montaje convencional, donde está dispuesta una serie de acuarelas de Jill enmarcadas, de formato medio. Se trata de mundos tambaleantes y musicales, pero bien delimitados y, por lo tanto, más fácilmente abarcables para el cuerpo del espectador cuya linterna de haz acotado es el ojo. Yendo de un cubículo a otro, las moléculas del mural se reorganizan. No es un orden estático, sino dinámico, como todo equilibrio que se precie de serlo. Las acuarelas enmarcadas funcionan como bocetos del mural pero también como mapas para guiarse a través de él, para deslizarse por extensas salinas y hacer pie en una roca naranja, verde o amarilla. Lo curioso de concebir las acuarelas como bocetos del mural es que el boceto suele ser un bosquejo grosso modo que plantea sintéticamente los rasgos generales de una obra a realizar, y en este caso las acuarelas tienen un carácter muchísimo más acabado que el mural. Todo lleva a pensar que el mural de Mulleady es a su vez boceto de otra cosa, el germen de una nueva obra, que tendrá lugar en algún punto escurridizo del futuro.
Pero existe otra guía para orientarse en los vestigios de este bosque fauvista. En el catálogo la artista consigna un inventario que es también una especie de poema concreto: 1 flecha, 3 pasos, 2 vasos rotos, 2 muertes, 1 árbol de magnolias, 1 fuego, 12 leones... Parece invitarnos a descubrir esos ítem en el espacio, pero pareciera que la mayoría han desaparecido, o resultaron imposibles de representar. Como la sugestión literaria es poderosa, tal vez creamos verlos, como creemos atrapar un animal en la morfología fugaz de una nube.
El alma de ciertos colores sólo puede ser expresada por equivalencias, por analogías. Un paisaje, un sonido, un sabor. “Quizá la tierra sonaba así en los tiempos blancos de la era glacial”, decía Kandinsky recurriendo al paisaje para describir la musicalidad del blanco.
Jill Mulleady acerca un fósforo al hielo. El hielo es inmenso. El fósforo sólo alcanza a derretir zonas muy breves. Y de esos agujeros brotan sonidos agudos. Sonidos que invitan a bailar, aunque la fiesta se haya terminado.
XII Leones
Jill Mulleady
Galería Slyzmud
Bonpland 721, CABA
Lunes a viernes de 12 a 19
Hasta el 12 de abril
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