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Domingo, 24 de marzo de 2013

La estrella vintage

 Por Liliana Viola

Todo lo que en las décadas pasadas fue revolucionario o aburrido, militarizado o punk, ridículo o inalcanzable, hoy se puede conseguir en una tienda de usados. Y si no, también se puede buscar como en un juego de errores fragmentado y superpuesto en un show de Lady Gaga o en la carrera de cualquier futura estrella del cielo pop. A los 66 años y convertido literalmente en objeto de museo (aunque la exposición homenaje “David Bowie is” que coincide con su regreso no se hace en cualquier mausoleo sino en el Victoria and Albert, meca del más vivo diseño de Londres) también David Bowie corre un destino de prenda vintage. Pero si alguien sabe cómo hacer del destino una tendencia es este asesino serial de sí mismo (no confundir con suicida) que se ha ido reproduciendo a fuerza de transformaciones, vampiro de la moda y de las sanas costumbres. Ahora está de vuelta. Y tan de vuelta está que en el video de presentación de su disco hace de señor mayor igualito a él, con aires de comediante clásico y a la vez reencarnación patética del mismo señor que cuando Ziggy aparecía en la pantalla de los televisores en 1969 rompiéndoles la cabeza a los hijos, permaneció imperturbable, ni lo vio pasar. Acosado por dos vecinos raros, unas jóvenes estrellas andróginas que le rompen la cabeza a su mujer, que ocupan sus sueños, su cuerpo y su casa, el maduro Bowie es el encargado de mostrar que el mundo no se mueve tanto como parece. Mientras tanto, la canción que avanza en su voz nostálgica y encantadora de serpientes describe un ambiguo homenaje a las estrellas (¿de rock o del cielo?, ¿quién se atreve a saber la diferencia?). Atípica veta autobiografica en su discografía, esta canción parece hablarse a sí mismo y a todos los que siguen saliendo de él, en clave de gloria y despedida.

Las primeras escenas del video The Stars (Are Out Tonight) van construyendo un monumento a la no ambigüedad, palabra sagrada en el universo Bowie, y una primera provocación viniendo de quien viene. La batería irrumpe junto con el plano de una fachada gris que enseguida decodificamos como institución (¿un banco?, ¿clínica de salud mental?, ¿tribunales?). La cámara acecha desde una ventana tapada por un rosal enviciado como en los cuentos de hadas. Hay algo macabro allí adentro, tanto que algunos ya lo están desmenuzando en clave David Lynch. La cámara encuentra un hueco (nunca la seguridad es suficiente) y confirma que no nos equivocábamos: ¡era una casa de familia! La dorada institución con su climax fechado en los ’50, tonos pastel y eficacia electrodoméstica, una esposa pálida con su peluca de muñeca y un marido recalcitrante es la máquina del tiempo elegida por Bowie para marcar el futuro. Y el futuro, parece decirnos, está para atrás. Antes que nada, los créditos. Desde los años setenta Bowie ha pretendido desenmascarar el carácter ficticio de la estrella del rock, un trabajador de la pose. Ahora y siempre, nos advierte, estaremos viendo una película, por eso se nos anuncia que dirige Floria Sigismondi y que actúan el mismo Bowie, el otro Bowie que es Tilda Swinton (existe un blog llamado “Tilda Stardust”, dedicado a marcar las coincidencias entre la actriz y el legendario Ziggy Stardust), y los pequeños Bowies, dos modelos que representan la profesionalización de la androginia, disidencia de pasarela hija de aquella que todos los alter egos que Bowie mató desplegaban a fuerza de maquillaje, coiffeur, consejos de su esposa, influencia japonesa, marcaciones de Lindasy Kempt, fashion y más fashion. Andrej Pejic y Saskia De Brauw no ostentan una militancia tradicional por los derechos de la diversidad sexual, igualitos que Bowie también en eso.

La esposa (Swinton) está en el living, el marido (Bowie) estará en la oficina, acto seguido se van a reunir en el supermercado y ante la lujuria de las góndolas declamarán como sólo dos pésimos actores pueden fingir estar fingiendo: “Tenemos una linda vida, ¿no?”. Cuando vuelvan a casa mirarán televisión sonriendo con el rictus tironeado por la insatisfacción o por el botox, ya no se sabe. Los matrimonios de ayer quedaron fijados en una Kodak continua constatando el ejercicio de la normalidad. A esta fallida declaración de intenciones le hace eco el estribillo de la letra que canta Bowie: Son estrellas, ellas mueren por vos/pero espero que vivan por siempre y un intempestivo final que vuelve el cliché de la heterosexualidad insatisfecha en un enigma perturbador. Las estrellas de género difuso, uñas de villano y sexo sin limitaciones, que representan al futuro pasado, terminan ocupando el lugar menos previsible. Y la mirada atónita del marido que no entiende nada regresa, como le gusta siempre regresara Bowie, como un boomerang.

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