MúSICA > EL REGRESO DE DAVID BOWIE
Cuando ya todos lo daban por retirado (su último disco era de 2003, su último tour terminó en el 2004) y muchos se preocupaban por su salud (en 2004 tuvo un infarto y su última presentación en vivo fue en 2006), un inesperado día de enero David Bowie dio a conocer al mundo el corte de difusión de un nuevo disco. Ominoso, ecléctico, casi fantasmal, el rey de la androginia, la transformación permanente y la enciclopedia rockera, no sólo se cita a sí mismo y a su etapa más radical ya desde la gloriosa tapa de The Next Day, sino que parece hablar de todo eso que él propició, significó e instaló en el mundo. Y lo hace como estrella que se niega a extinguirse y observa aquello que ilumina.
› Por Diego Fischerman
La tapa del disco mira al pasado. Lo hace, sin embargo, con un comentario del presente. Y el título, sin duda, enfoca al futuro. The Next Day comenta Heroes, uno de los discos canónicos de David Bowie. Tacha la palabra del título (ya no hay héroes) y cubre la cara del músico con un cuadrado blanco en el que aparece el nuevo título: el día siguiente. Treinta y seis años separan aquella pieza magistral, parte central de la trilogía berlinesa que tuvo a Brian Eno como cómplice (y que se completaba con Low y Lodger) de este disco que llega después de diez años de silencio, después de un infarto y después de que su autor haya cumplido los 64 anunciados por los Beatles. Y también los 65. Un hombre maduro (ahora ya tiene 66) se pregunta por el futuro e, inevitablemente, por el de una música que ligó su mitología a la idealización de la juventud. En todo caso, su respuesta estética aparece muy alejada de la de ciertos caballeros de la reina casi septuagenarios que, por conveniencia o cálculo comercial, son capaces de seguir pregonando una insatisfacción ya poco creíble.
Bowie fue psicodélico en su disco Man of Words, Man of Music, que mucho después pasó a llamarse como su tema más exitoso, Space Oddity (peculiaridad del espacio, en lugar de la odisea de Stanley Kubrick y Arthur Clarke). Sonó cerca del soul en “Young Americans”, de cierto experimentalismo en la trilogía de Berlín, y de una suerte de jazz glam junto a Pat Metheny, en la magnífica “This is not America”, compuesta para el film The Falcon and the Snowman de John Schlesinger. Fue Ziggy Stardust y el “delgado duque blanco”. Y también puede ser Bowie a secas que, en realidad, es otra invención, la de David Jones, nacido en el barrio londinense de Brixton en 1947, que debió cambiar su nombre debido a la fama de otro impostor, el verdadero Davy Jones que formaba parte del grupo más falso de la historia –por lo menos antes de los reallity shows–: The Monkees. Transformer que produjo Transformers, de Lou Reed, que descubrió al tecladista Rick Wakeman –aparece en Man of Words..., de 1969–, y al guitarrista Steve Ray Vaughan –que tocó en Let’s Dance, de 1981–, que fue el impensado tecladista de Iggy Pop y el actor de The Hunger –un film de vampiros dirigido por Tony Scott– y el protagonista de un film de vampiros propio, en su revisita a “I Got You Baby”, un viejo éxito de Sonny & Cher, con una Marianne Faithfull disfrazada de monja –o algo así– y cercana a la reencarnación de Marlene Dietrich quien, de paso, también trabajó con él en el film Just a Gigolo, Bowie, o Stardust, o David Jones, o el Mayor Tom, decía, perdido en el espacio, “El planeta Tierra es azul, y no hay nada que pueda hacer”. Hoy, todavía vivo después de todos estos años, canta, promediando el tema que encabeza y da título al disco, Aquí estoy/ no exactamente moribundo/ mi cuerpo abandonado para que se pudra en un árbol hueco/ sus ramas arrojando sombras/ sobre mi patíbulo/ y el próximo día/ y el próximo/ y otro día.
Como en el tachado Heroes está aquí Tony Visconti, que aparece como guitarrista y productor. Robert Fripp, en cambio, declinó la invitación. Sí aparecen Tony Levin y el notable guitarrista David Torn, entre otros, logrando un sonido de rara contundencia. Una de las más bellas canciones del disco, “Where are Now?”, remite a escenas berlinesas y, claro, a la cercanía de la muerte. La sigue otro de los puntos altos de un disco notablemente homogéneo, “Valentine’s Day”, que nada tiene que ver con los enamorados sino con un día en la vida de un tal Valentin, y lo hace con ese estilo al borde del music hall que, también, Bowie supo patentar. Aquel que inventó la primera gran voz teatralmente masculina del rock, en una época en que reinaba el agudo, y lo hizo con un cuerpo femineizado al máximo, ya no tiene aquella voz pero sigue cantando como los dioses. Y cualquier sospecha de falta de coherencia originada en la variedad de estilos por los que ha transitado y por lo que todavía transita (incluyendo un buen coqueteo con el heavy en “(You will) Set the world on fire”), habría que recordar no sólo la naturaleza enciclopédica que el rock tuvo a partir de The Kinks y de Revolver, de The Beatles, de la que Bowie es deudor, sino la del propio músico, uno de los primeros en clasificar y ordenar el saber del género –mucho antes que Costello, en todo caso– como muestra Pin Ups, de 1973, desde donde relee, entre otros, a The Who, The Kinks y Pink Floyd. En las canciones de Bowie hay algo que él aprendió en la historia. En la del rock y también en la que, consciente o inconscientemente se revisitaba desde este género: la de la balada inglesa. El rock, cuando Bowie empezó, podía adueñarse de todo. En esos pequeños mundos de tres minutos –que después, desde ya, se alargaron–- cabían desde la cita a Bach hasta el experimento electrónico y desde la referencia folklórica a la distorsión. Era una música omnívora. Vampírica. Y Bowie, como en el film de Scott, podía ser, y aún lo es, en su disco número veintisiete –que, incidentalmente, vendió más de noventa mil unidades sólo en Gran Bretaña y en apenas un mes–, el mejor de los vampiros.
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