Dom 24.03.2013
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La novela del Papa

› Por MARCELO FIGUERAS

La historia de un chico de Flores que, aun cargando con un secreto oscuro, llega a ser el primer Papa de origen argentino. He ahí una síntesis de El muchacho peronista, que Planeta editó en 1992 y supuso mi debut en la novela.

No soy dueño del don de profecía, no. Mi relación con el futuro no es menos azarosa que la del meteorólogo. Pero, ¿cómo sustraerme al juego de ecos entre aquella ficción mía y la realidad del nuevo Papa? Después de todo, Francisco llegó a Roma por obra de un conciliábulo de hombres que, aun cuando no practican oficialmente la narrativa, son tan adeptos a las intrigas como yo.

El narrador de El muchacho peronista se llama Roberto Hilaire Calabert. Nació en 1925 y no en 1936, como el actual Papa. Tiene tan sólo una hermana. (Bergoglio tenía más hermanos, pero sólo le queda una viva.) Ambos provienen de una familia de clase media baja. El padre de Bergoglio era empleado ferroviario; el padre de Calabert está ausente, aunque los trenes jueguen un rol decisivo en su vida. (La novela arranca con el niño fugando de casa a bordo de un carguero.)

Calabert hace el seminario en Devoto y se convierte en discípulo del arzobispo de Buenos Aires; de Bergoglio puede decirse lo mismo, si se le pone a dicho arzobispo el apellido Quarracino. Ya de chico mi protagonista alberga la fantasía de llegar a San Pedro. En un pasaje recibe una visión, durante la cual se registra vestido con “ropajes largos, pesados, amarillo sobre blanco” y asomando a un balcón para ser vitoreado. ¿Y qué decir del hecho, inimaginable hasta hace tan poco, de que como prolongación involuntaria del título del libro (que por cierto, debo a Juan Forn), se hable ahora con naturalidad de “el papa peronista”?

Podría prolongar este juego especular, pero perdería su gracia. Primero, porque no es para tanto: como la mayoría de los escritores, me limité a mezclar ocurrencias con elementos verosímiles. Pero además mi Calabert tiene características perturbadoras, que no me gustaría atribuirle a ningún hombre real. Es un tipo de cuidado: culto, astuto, venal, que justifica todo acto que lo aproxime a sus sueños de grandeza. Su verdadera formación no pasa por su hogar, ni por el seminario, sino por las manos de dos mafiosos. Tardewski (mi homenaje a Piglia, que tenía un homónimo en Respiración artificial) lo ayuda a descubrir su talento para la violencia. Y Noe Trauman le enseña otra manera de lidiar con un enemigo: “Unete a él. Imita sus gestos. Convéncelo de tu amistad. Y entonces traiciónalo. Es así como avanza la historia”. La novela cuenta la caída y ascenso de un Judas, en ese orden.

El muchacho peronista hace uso libérrimo de una investigación histórica (Tomás Eloy Martínez fue generoso con su archivo, que me ayudó a construir el personaje de la primera esposa de Perón, Aurelia “Potota” Tizón), pero su intención era contrahistórica: se trataba de una ucronía, una narración que transcurre en un mundo donde un hecho clave se ha verificado de modo distinto, e incluso contrario, al que conocemos. Como El hombre en el castillo de Philip K. Dick, que imaginaba que los Aliados salían derrotados en la Segunda Guerra. En El muchacho peronista, Calabert altera la Historia al asesinar a Perón en 1938 –esto es, antes de que se convirtiese en el Perón popular– en un prostíbulo de Junín.

Yo no guardaba, ni guardo, inquina hacia Perón. Mi gesto desesperado tenía su raíz en otra cosa: el dolor de la experiencia de los ’70, que había marcado mi adolescencia y que ante todo (lo percibía a diario, con la intensidad parapsicológica que sólo parece tener lugar en las novelas de Stephen King) había devastado a tanta gente que me cruzaba en la calle, y que me transmitía su quiebre sin necesidad de articular palabra.

La pregunta que me formulé era simple: ¿qué acontecimiento contrahistórico tornaría inviable el genocidio practicado por la dictadura, con la inspiración y el apoyo de tantos civiles? Mi respuesta fue, más que simple, simplista: la muerte temprana de Perón. ¡Sin Perón no habría peronismo! Y por eso mismo (perdonen mi ingenuidad, cuando empecé a escribir la novela no tenía ni 30 años: la foto de la solapa muestra a un Harry Potter latino que ya no soy yo), me lancé a imaginar un mundo que nos ahorrase el cáliz de tanta tortura, tanta muerte, tanta traición, tanta mentira.

Es aquí donde, después de haber tomado caminos divergentes, mi novela se reencuentra con el affaire Bergoglio: en el rol pivotal de la dictadura en ambos dramas. Porque aunque la acción de El muchacho peronista nunca llega a los ’70, la novela fue concebida desde esa experiencia histórica, que es la clave sin la cual no puede ser correctamente leída. Es una prequel perversa, que en lugar de contar los antecedentes de una historia conocida trata más bien de desmentirla, de negarle existencia. ¿Y qué han hecho las jerarquías de la Iglesia Católica en las últimas décadas (el plural es deliberado, porque también les cabe el sayo a las grandes congregaciones, por ejemplo, los jesuitas) si no intentar desmentir, negar, reescribir el papel que asumieron durante aquel período trágico?

Revisando la novela, descubro la importancia que di a una cuestión a la cual recién hoy se le reconoce vigencia: la Batalla por el Relato, es decir la necesidad de enfrentar al adversario no sólo en los hechos sino también en la lectura de los mismos. Podríamos definirla así: mejor que decir es hacer, y mejor que hacer es hacer y contarlo (bien). El tema asoma como pulsión en todo el libro: en las visiones apócrifas de Calabert, en los folletines que inspiraban a Potota, en las historias que determinan el sino de un circo ambulante. Pero en ningún pasaje está más clara que en el cameo del Negro Ferreyra, uno de los pioneros del cine argentino. La novela lo encuentra en su decadencia, cuando se vio forzado a pergeñar películas que no eran nuevas, porque ya no tenía dinero para filmar sino que estaban montadas como rompecabezas, a partir de trozos de sus largometrajes consagrados. Práctica más que vigente, la del pobre Ferreyra: ¿o no asistimos a diario a manipulaciones de lo real a partir de sus elementos comprobados, llegando al punto de invertir descaradamente el sentido de los hechos?

Tiempo después publiqué otra novela (El espía del tiempo, Alfaguara, 2002), donde Calabert reaparecía brevemente. Para entonces había entendido ya, como otros cultores de la ucronía, que las soluciones mágicas no aplican a los problemas gordos: ni los viajes en el tiempo, ni los crímenes selectivos, ni las fumatas blancas alcanzan para corregir ciertos rumbos de la Historia, por lo menos a piacere. Por eso El espía se hacía cargo de la cuestión del genocidio de los ’70, contemplándolo en el espejo deformante de un país ficticio. Si tuviese que imaginar cómo siguió la historia de mi Argentina ucrónica, diría que la irrupción en el escenario político de las clases populares habría ocurrido aun sin Perón, tal vez canalizada por formas más tradicionales de la izquierda como en el resto de América latina; y en consecuencia, que habríamos padecido de todos modos la violencia genocida que se extendió en los ’70 por el subcontinente.

El único elemento que se resiste a la extrapolación fácil, la única carta impredecible, es Eva. Que sin Perón no habría encontrado un lugar natural para la práctica política en la Argentina de los ’40. ¿Qué habría hecho de no haber contado con la plataforma a medida que Perón representó para ella? ¿Se habría consagrado como la más grande estrella del cine argentino, a pura fuerza de voluntad? (Hay grandes estrellas locales que son peores actrices que ella.) ¿Tendríamos hoy posters en nuestros cuartos donde se la ve con boina y habano, mientras la canción celebra a la Comandante Eva Duarte? ¿Y si le hubiesen extirpado el tumor a tiempo? En ese caso el establishment tendría que haber encontrado otro modo de frenarla (el método Kennedy, por ejemplo), porque si le dejaban las manos libres, chau establishment.

Pero de todos modos tendríamos Papa. Porque el fuego que caracteriza la personalidad de Bergoglio preexiste, imagino, a la identificación de las herramientas convenientes para llevar adelante su campaña hacia Roma.

Vaya aquí mi agradecimiento a Daniel Tognetti y Martiniano Cardoso, sin los cuales no habría recordado a Calabert. Que veinte años después demostró haber aprovechado mejor que yo los vientos de la Historia.

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