Domingo, 26 de mayo de 2013 | Hoy
CRóNICAS > LA MISA DEL DIABLO, EL LIBRO DE MIGUEL PRENZ SOBRE EL CRIMEN DE RAMONCITO
En 2006, un chico de once años apareció muerto, mutilado, violado y torturado en un pastizal de Mercedes, en la provincia de Corrientes. A pesar de que el horrible crimen tenía elementos más que suficientes como para sostener por mucho tiempo la atención de los medios, rápidamente fue olvidado. Pero el periodista bahiense Miguel Prenz quedó obsesionado por el caso y se propuso indagar en torno de dos preguntas: cómo y por qué pasó lo que pasó. El resultado es La misa del diablo, una crónica impactante que a través de numerosos testimonios termina por revelar una trama de narcotráfico, venta de armas, trata de personas, servidumbre de niños, sectas y magia negra en un contexto de inaudito desamparo social.
Por Angel Berlanga
El cadáver de Ramón Ignacio González apareció en Mercedes, Corrientes, el domingo 8 de octubre de 2006.
El cuerpo semidesnudo estaba decapitado, con la cabeza a la altura del hombro izquierdo. Había sido violado. Al cráneo le faltaban los ojos, la lengua, la nariz, las orejas, parte del cuero cabelludo.
Ramón tenía once años.
Una mujer lo descubrió en el pastizal que daba al fondo de su casa, cerca de la terminal de ómnibus. Ahí nomás aparecieron, entre otras cosas, un par de cuadernos del chico que le mostraron a la mamá, Norma González, que había denunciado su desaparición el día anterior. “Norma te quiero”, había anotado Ramón, en uno de esos cuadernos.
Por sus características, el crimen conmocionó entonces a Mercedes, a la provincia entera –el gobernador Ricardo Colombi nació allí, y fue además intendente municipal– y también captó la atención de la prensa nacional. En un primer momento se creyó que el cráneo había sido depredado por un perro. Las pericias, luego, concluyeron que los órganos habían sido seccionados con un objeto cortante. Antes de ser arrojado al baldío, al cuerpo le habían extraído toda la sangre. La investigación estableció, después, que Ramón, un chico pobre, fue torturado y asesinado en un ritual satánico, que fue sacrificado como ofrenda al Señor de la Muerte.
Unos meses después del crimen habló Ramonita, amiga de Ramón. Ella, dos años mayor que él, contó de los rituales, del encargo del sacrificio, del calvario, de la ejecución, de la secta. Tomaba notas de lo que iban haciendo y oyó que ella misma podría ser la próxima ofrenda. Ramonita fue clave en la detención y el posterior juicio y condena a nueve hombres y mujeres de la secta.
El periodista Miguel Prenz cuenta esta historia en La misa del diablo, una crónica extraordinaria que sacude y aturde por la violencia que carga y despliega, a la vez, una trama que incluye creencias y miedos, miseria y poder, pedofilia y droga, órdenes sociales, límites e impunidades.
“¿Cómo contar la violencia si la empezás a edulcorar?” Dice Miguel Prenz que se debatió ante esa pregunta a la hora de tomar decisiones de fondo en el libro que acaba de publicar.
Ramoncito: así lo llamaban, y lo llaman, y lo llamarán. José Miceli, fundador y director del Gabinete de Investigaciones Antropológicas de Corrientes, asevera que más tarde o más temprano será un santón popular, como el Gaucho Gil. Sin duda, le dice a Prenz: en su tumba hay caramelos, galletas, ofrendas que le dejan quienes ya le piden cosas. “Donde se encontró el cuerpo hay un altar –anota el cronista–. Y un altar se erige con el objetivo de venerar.” “Fue un crimen ritual mágico-religioso de culto, realizado en carácter de ofrenda –señala Miceli–. Es decir, el proceso de la muerte fue una ofrenda hecha por el grupo para obtener poder, estableciendo un acuerdo con seres sobrenaturales que pueden manejar el destino.” El antropólogo concluyó eso luego de hablar con los acusados y de relacionar el modo en que lo mataron, las quemaduras y laceraciones en el lado izquierdo de Ramoncito, la decapitación, la fecha del asesinato y la de la aparición del cuerpo, las características del sitio del hallazgo y la disposición del cadáver. “El niño fue violado y empalado en vida. Estas personas tomaron posesión del cuerpo y sometieron el espíritu a través del sufrimiento.” Sigue Miceli: “La secta se regía por una cosmovisión que mezclaba satanismo y magia negra, cultos afrobrasileños y creencias populares correntinas, como el Señor de la Muerte”.
Prenz viajó por primera vez a Mercedes en abril de 2009. Cuando leyó del crimen, cuenta en las oficinas de Televisa Ediciones –donde trabaja–, se quedó muy impactado. A pesar del horror, el devenir de la investigación se esfumó, casi, de las noticias nacionales. “A la distancia ya para uno era evidente que había algo más, pero como todas las cosas que pasan a la distancia, quedó en la nada en meses –rememora–. Eso también me impresionó. ‘¿Qué onda, cómo puede ser que no se profundice sobre esto?’, me decía. Me quedé muy prendido. Que fuera un chico la víctima, y en esas circunstancias, me mantuvo latentes las grandes preguntas que atraviesan un relato: cómo pasa esto y por qué.” Antes de viajar, y como para entender más allá de lo que se había publicado, se reunió varias veces en Buenos Aires con la monja Martha Pelloni, que había motorizado marchas en Mercedes para reclamar por el esclarecimiento y coordinaba Infancia Robada, una red contra la trata de personas, focalizada sobre todo en menores. “Yo tenía la impresión de que se habían quedado con la historia que chorreaba sangre, que habían llegado hasta ahí –dice–. Cuando viajé, me fui encontrando con todo eso que cuenta el libro.”
A lo largo de tres años y medio Prenz hizo seis viajes a Mercedes y permaneció allí, en total, unos sesenta días. “Para mí fue clave, para contar esta historia, involucrar mucho las relaciones del lugar, instalarme lo más que se pudiera, entender la atmósfera del sitio”, dice. Cuando llegó, aquella primera vez, por gestión de Pelloni, se alojó en la casa de un matrimonio que integra Infancia Robada: allí trabajaba como mucama Olga González, tía de Ramoncito. Su relato y las observaciones de Prenz empiezan a contextualizar la historia, a retratar escenas y paisajes, a plantear caminos hacia otros personajes involucrados, sucesos, lógicas: el desamparo y la fragilidad del chico, las peleas con la madre, que trabajaba como prostituta “para conseguirles comida a los hijos y mandarlo a Ramoncito a la escuela”, el padre que nunca estuvo, la costumbre en la deriva de ir a jugar a lo de Martina Bentura, una vecina. Cinco meses después del crimen Olga fue a la casa de Ramonita, que quería contarle lo que sabía. Sobre la mesa había algunas fotos que Martina había sacado a los chicos que la visitaban: ceremonias, torturas, violaciones. A Martina la apodaban La Bruja. Fue acusada de dirigir al grupo y condenada, junto a otros ocho integrantes, a cadena perpetua.
“Dice Ramonita”: así se titulan los capítulos tres, siete, diez, quince y veinte. Prenz leyó la declaración que figura en la causa judicial y oyó, para hacer su propia trascripción, los casetes en los que fue grabada. Su voz, que articula en parte el libro, es el testimonio del horror: habrá quien no pueda avanzar en la lectura. Condujo a la detención de parte de la secta, pero de su declaración quedaron pistas sueltas, involucrados libres (unos cuantos), los indicios de un encargo del ritual, chicos utilizados para vender droga –Ramoncito, incluso–, víctimas de pedofilia, bebés y fetos utilizados en ceremonias macabras. Declaró, Ramonita, que el empresario y terrateniente Norberto “Tito” Enciso y que el empresario y candidato a intendente Víctor Cemborain ponían plata para rituales. No se sabe bien. O no pudo probarse. Enciso no accedió a hablar con Prenz, y Cemborain aseveró que a la chica la indujeron a declarar contra él por cuestiones políticas: acusó a Ricardo Colombi por la maniobra.
“Si en A sangre fría tenés un caso cerrado, personas que están colgadas y listo, acá tenés la crónica del fracaso de una investigación, porque no se llega a una conclusión definitiva”, dice Prenz. Ocurre que cada persona que aborda da forma al paisaje y a la historia y, a la vez, pone en duda a algún otro protagonista, a su versión. Prenz habló con varios detenidos (niegan todo), con jueces y fiscales (amenazados de muerte), con una enfermera de un centro de salud (que cuenta de los numerosos casos de violencia sexual), con otra chica que atestiguó en el juicio (que vive con miedo en un suburbio de Mercedes, tras la intemperie que le resultó ser testigo protegida), con unos vecinos que denunciaron a Ramonita (en cuya casa encontraron paredes pintadas con sangre). La violencia sexual irrumpe seguido en los relatos orales, en la prensa: el matrimonio anfitrión de Infancia Robada, por ejemplo, tiene una hija que fue dopada por un conocido y violada por un grupo de hombres. “Fuimos por el homicidio de Ramoncito y nos encontramos con todo esto –le dice a Prenz la oficial de policía a cargo de la investigación, practicante de religión afrobrasileña–. Venta de estupefacientes, tráfico de armas, trata de personas, explotación sexual, laboral y servidumbre de niños, niñas y adolescentes, eran los otros delitos cometidos.” Redes, sostiene esta policía, que cuentan con protección policial, judicial y política.
Vuelta a la pregunta original: ¿cómo pasó esto, y por qué? No hay una respuesta sencilla y directa: trata de darla el libro, en su estructura, incluso en sus contradicciones. Al promediar, Prenz introduce tres capítulos de contexto: en el primero, el antropólogo Miceli da cuenta de las históricas desigualdades sociales, de su relación con la violencia y estos rituales: asegura que el de Ramoncito no fue el único caso de este tipo; en el segundo da cuenta, a partir de citas de libros, del conflictivo encuentro y relación entre guaraníes, blancos invasores-conquistadores, y, más tarde, de la llegada de los esclavos negros; en el tercero aparecen el saber y las historias de Cambá Lacour, un viejo antropólogo-sociólogo-historiador del pueblo, que da cuenta “del pensamiento mágico-religioso” que impera en la provincia, de la creencia en seres sobrenaturales y de la tradición del culto a las ánimas. “Más allá del estallido policial aterradoramente llamativo, mi desafío personal fue cómo contar una historia que parecía imposible de contar –dice Prenz–. Tuve una etapa desoladora, no sabía cómo hacer. A la vuelta de un viaje, me acuerdo, me reuní con un amigo que es editor, Fernando ‘El Gato’ Mazzeo, y le dije ‘No tengo nada’. Qué pasaba: lo estaba encarando mal. No hay una respuesta. ‘Es la crónica de un fracaso –me dijo–. En sus múltiples niveles de lectura: el fracaso de una invasión, de un sistema económico, de la investigación judicial, de tu investigación para el libro...’.” La multiplicidad de respuestas se hace explícita en el penúltimo capítulo: tres personas se acercan a contarle “La verdad off the record”. “Muchas respuestas, muchas verdades distintas –dice Prenz–. Depende de quién te las diga y por qué.”
La misa del diablo es un rompecabezas armado con piezas que, aunque no terminen de encajar, arman una figura siniestra que preanuncia, quizás, otro Ramoncito a la luz de un pastizal, o, simplemente, las marcas del poder criminal en los murmullos atroces y sombríos. Una historia, dice Prenz, que excede el límite, que está mucho más allá.
Prenz tiene 34 años, nació en Bahía Blanca: padeció la influencia de La Nueva Provincia, dice. Se vino a Buenos Aires a los 19, empezó a estudiar Derecho, se aburrió y se metió a periodista: da clases en TEA. La crónica parece ser lo suyo: las publicó en las revistas Soho y Maxim, y también es una crónica su primer libro, Los herederos del General. Se declara escéptico y ateo, condición, esta última, que le sirvió para no entrar en el juego de los sistemas de creencias que campean en Mercedes, para no sentirse influenciado, dice. En su altar, eso sí, está Rodolfo Walsh: el de El violento oficio de escribir, por ejemplo, que incluye sus crónicas sobre el litoral, alguna incluso dedicada a San La Muerte. “Fue una decisión política narrar esta historia con este nivel de violencia –dice Prenz–. Esto fue terrible: ¿cuán terrible fue? Yo no te lo voy a contar, porque no lo viví, y si lo cuento sería de oídas, por más que haya hecho 800 entrevistas. Así que lo cuenta Ramonita, que fue quien lo vio. Quería que fuera ella quien contara eso. ‘No me expliques: mostrámelo.’ A ver, Walsh, en Operación masacre, diciendo ‘la bala entró por la mejilla izquierda y rebotó en el cráneo’. Vos tenés dos caminos: decir ‘eh, ¿hacía falta?’, o decir ‘qué mejor manera de retratar este nivel de violencia que mostrándote el recorrido que hace la bala en la cabeza de una persona’. Todo policial es político: si esto es un policial, es político. De Walsh para acá eso no se discute, se acabó.”
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