Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
> ALEJANDRO PUENTE (1933-2013)
Por Rafael Cippolini
Creo que fue Jacobo de Vorágine quien recomendó –y el verbo es engañoso– leer toda una vida a partir de un gesto. Un pequeño movimiento de las facciones, un impulso anímico, la reacción instantánea que dice más que el mayor aglomerado de hermenéuticas.
En una época en la cual todos los artistas del planeta que viajaron a Nueva York lo hicieron con la certeza de cazar la novedad, el más frenético zeitgeist (me refiero a la segunda mitad de los ’60), Alejandro Puente fue a encontrarse con un pasado remoto, con algo que, utilizando sus mismas palabras, podríamos llamar Visión Elemental.
Hacia allá fue. Si alguien hubiera examinado entonces su currículum –el que nos interesa, no el que se presenta en los formularios de las becas–, habría leído que, para envidia de tantos vecinos platenses, venía de jugar en la 4ª y en la 5ª de Gimnasia. También, que supo pasar por las aulas de Héctor Cartier, consagrado militante de la fe geométrica y las formas no figurativas. Que muy a principios de la década había conseguido no poca visibilidad junto al Grupo Sí, en una comentada exposición en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Efectivamente, fue un muchacho moderno.
Cuando conocí a Alejandro –bastante después, en los ’90–, pude descubrir que no había tensión ni mucho menos especulación en ese oxímoron, en esta convivencia de lo muy arcaico y lo inmediato, de lo simple y “primitivo”, que él parecía respirar. Al revés, me pareció un rasgo destacadamente seductor de su carácter. Por ejemplo, me contó sobre los ronquidos de Nam June Paik, que solía dormir en una enorme canasta de panadero. Me dijo que explicaban mucho mejor que cualquier teoría sus precoces instalaciones de video.
Hablar con Alejandro era invariablemente ir y venir, macro y micro, fundidos y amables.
Antes de su viaje, iniciático, gozoso y traumático, había pasado por el Museo Nacional de Bellas Artes, por el Instituto Di Tella, por la siempre de vanguardia galería Lirolay. No sería exagerado afirmar que al artista por el cual Aldo Pellegrini ideó el rótulo de geometría sensible (en verdad por él y su gran socio estético, César Paternosto) la providencia situó, como suele decirse, en el lugar exacto en el momento justo. La providencia y Clement Greenberg, que fue decisivo para la obtención de la beca Guggenheim.
No sólo por cronología los viejos tiempos son otros tiempos. Se instaló en un loft en el Soho cuando casi nadie lo llamaba Soho y decir loft no connotaba el menor glamour. Cuando Paul Thek se quejaba porque en el Whitney Museum rebautizaron su obra La tumba, llamándola ahora La muerte de un hippie. Con la exposición consagratoria de Diane Arbus en el MoMA. En el momento en que Philip Glass regresaba a la ciudad, después de su temporada en la India para presentar en sociedad al Philip Glass Ensamble. En que los críticos más críticos detectaban síntomas de fatiga en el New American Cinema y Andy Warhol se estrenaba como productor de Velvet Underground & Nico.
Pero antes que nada cuando su amigo Sol Lewitt –al que había conocido poco antes en Buenos Aires– concluía los Parágrafos sobre el Arte Conceptual, apuntes tempranos de un futuro con los retornos más insospechados.
Fue entonces, creo, cuando gesto y providencia se complotaron aún más en su favor: Puente no sólo participó en una de las exhibiciones más recordadas de la historia del MoMA (Information, de 1970) sino que, también, fue alabado por John Ashbery, quien vio en él el principio de algo distinto: la posibilidad de entender la imagen latinoamericana desde ese expansivo conceptualismo. Entendámonos: Teotihuacán y Pachacutec se volvían tan urgentes, tanto más contemporáneos que Fluxus y Hendrix, y esto sin el menor alarde. Descubríamos que no existía ningún sistema más actual que un quipu para reformular no sólo la teoría del color sino también cualquier especulación sobre el estado de las artes.
Gran hallazgo. A ese curso acaso frío, analítico, ultrarrazonado del histórico conceptualismo, Alejandro le imprimió un gesto, su temperamento, ese aire atemporal que le envidiamos profundamente muchos de los que lo frecuentamos.
No voy a incurrir en estas últimas líneas en vulgaridades del tipo “Alejandro ya no está, pero nos queda su obra”; aunque esto sea definitivamente cierto.
Nada más quiero decir que ojalá podamos recuperar, aunque más no sea una mínima medida de su inmensa, natural y graciosa perspicacia.
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