Domingo, 21 de julio de 2013 | Hoy
El año 1983 fue tan conflictivo como prometedor. La dictadura no terminaba de retirarse, pero la llegada de la democracia era inexorable. En el aire, en los medios y en las calles se sentía un nuevo clima. La música nacional, en especial el rock, silenciado por los militares, asoma en las radios después de la guerra de Malvinas. En enclaves como el Café Einstein tocaba Sumo y Charly García escucha por primera vez a Los Twist. En la segunda mitad del año, aparece una cantidad de discos que luego serían claves en el futuro. Esta es la historia, contada por Cachorro López, Marcelo Moura y Daniel Melingo, de cómo Charly García, Los Abuelos de la Nada, Virus y Los Twist grabaron Clics modernos, Vasos y Besos, Agujero interior y La dicha en movimiento, la banda de sonido de los primeros pasos de la democracia.
Por Pablo Perantuono
Buenos Aires, agosto de 1983, es el mejor invierno en años. En el aire palpita una promesa y en los sótanos, un estallido: debajo del empedrado, la cultura está gestando futuro. Comulgan algunas razones para esa combustión –la democracia sonríe y extiende sus brazos–, pero sobre todo lo que prevalece es una inapelable necesidad de libertad y goce. Hay una nueva sensibilidad, expresada por la música y el teatro. Agazapado por años, el rock cambia de piel y se prepara para asaltar el cielo. Las radios, como coletazo de la guerra de Malvinas, pasan rock nacional las 24 horas. Los estudios de grabación –no son muchos, no son muy buenos– llenan sus horas. A grabar –y tocar– que amanece el mundo.
Con su antena para captar los “nuevos” sonidos de Occidente (new wave, reggae, punk), Buenos Aires se convierte en la capital iberoamericana del rock’n’roll. En apenas seis meses, un grupo de bandas y discos transforman la escena musical vernácula. Al calor de ese cambio, el rock dibuja su gran pirueta estética: se deja seducir por el glamour, los sintetizadores y el humor. Toda una generación quiere bailar y, de ser posible, vivir en estado de rock.
Hay nombres y lugares puntuales para esa revolución. Se cruzan, confluyen, se potencian. Uno de ellos es el Café Einstein, en Córdoba y Pueyrredón. Allí, cada semana, Los Twist y Sumo, dos bandas inéditas, comparten acordes y ambiciones. No ganan un mango, tocan por los tragos. Una noche de septiembre, Charly García escucha cantar a Fabiana Cantilo, voz de Los Twist. Recién llegado de Nueva York, donde produce y graba Clics modernos, García arde de nuevas ideas y entusiasmo. Apenas las escucha, García vislumbra en las canciones de esa ingeniosa e hilarante banda creada por Pipo Cipolatti y Daniel Melingo el germen de otra placa grandiosa. Los mete a grabar en los estudios Panda. En tres días cocinan La dicha en movimiento.
En ese mismo estudio de la calle Segurola, dos meses antes Los Abuelos de la Nada graban su gran opus, Vasos y Besos. Comparten con Los Twist, además de un puñado de hits bailables, un mismo saxofonista y –ocasional– letrista, el mismo Melingo. Además de la consolidación de la banda, Vasos... consagra a Miguel Abuelo y eleva la reputación de un tecladista de apenas 22 años, flaco y de voz dulce, Andrés Calamaro.
No muy lejos de allí, otro grupo humano comienza a escribir su gran historia. En los estudios Moebio, Virus, la banda de los hermanos Moura, graba Agujero interior, el disco que le da masividad y que convierte sus shows en discotecas. Originaria de La Plata –al igual que otra banda que fatiga el underground: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota–, Virus ya había sonado en las radios gracias a Wadu Wadu, pero ahora aporta un tracklist llano y contagioso. La placa es producida por Michel Peyronel, que viene de mezclar el primer LP de un cuarteto que sacude los escombros de la ciudad: Los Violadores. Es la primera estampida punk.
Todo eso sucede en unos pocos meses de un año, 1983, que refunda a la sociedad argentina y tiende sus puentes hacia el siglo XXI.
“Charly llegó a Nueva York y se dio cuenta de que era un genio”, dirá, años después, Daniel Grinbank, zar del negocio musical en los ’80. García, que tenía 31 años y venía de hacer un álbum brillante como Yendo de la cama al living, ya pertenecía a la aristocracia del rock –“Yo ya soy parte del mar”–, pero aquel año entró para siempre en el Olimpo. La historia es conocida: Charly conoce una ciudad que es una colmena creativa y cultural. En principio, viaja para comprar instrumentos y no con la idea de grabar un disco. Pero una vez allí conoce sus pliegues, absorbe su energía y se inspira con una urbe cuyas paredes proclaman arte –son los dominios y los días de Jean-Michel Basquiat– a los gritos. Algo se macera en la cabeza de García. Su cerebro hiperalerta –“Yo no quiero vivir paranoico”– está preparado para capturar los sonidos de la próxima década. García se queda. Alquila un loft, enchufa los instrumentos, sospecha una revelación, graba algunos demos. Lo ayuda Pedro Aznar, radicado temporariamente en Manhattan. Para entonces, su banda de sonido es Synchronicity, de The Police, y Sandinista, el disco triple que The Clash había editado un año antes. El productor de ese LP es Joe Blaney, que vive en NY. García lo contacta, se conocen. Blaney le muestra un disco que acaba de mezclar. Es Combat Rock, otra gran obra del grupo de Joe Strummer. García se siente a gusto. Blaney, más: “Se copó mucho conmigo y encaramos el proyecto de grabar en estudios grandes y todo con poca plata y mucha onda. Y salió bien”, recordaría Charly meses más tarde (entrevista de diciembre de 1983 con Alfredo Rosso). Instalados en la sala A de los míticos estudios Electric Lady, ubicados en Greenwich Village y donde habían grabado figuras legendarias como Bob Dylan, John Lennon o Frank Zappa. García y Blaney comienzan a pergeñar uno de los grandes discos de la historia, Clics modernos.
Sumergido en ese ambiente tan estimulante como profesional, además de nutrirse de la tecnología de vanguardia García contrata sesionistas de primer nivel como Casey Scheverrell –batería–, Doug Norwine –saxos– y Larry Carlton, un virtuoso guitarrista de jazz que había grabado con Michael Jackson, entre otros. Pero aún bajo la égida de Blaney, García está seguro del sonido que persigue. Y no le gusta la batería. La resiste. Entonces aparece un elemento que cambia todo: incorpora una caja rítmica, la Roland TR 808, que le daría una impronta definitiva al disco. “No me quedó otra que poner una batería electrónica TR 808 –recordaría años más tarde Charly en la revista Rolling Stone–. Grabamos ‘Nos siguen pegando abajo’ y se armó. Blaney se dio cuenta, todos nos dimos cuenta y seguimos con máquinas. Es el primer disco que tiene un sampleo de James Brown.” Charly se va a Los Angeles a mezclarlo. Pero no funciona. Vuelve a Nueva York, donde lo mezcla en los estudios Unique. En menos de 40 horas concluyen una obra maestra.
Queda la tapa del disco; también está pendiente el nombre, aunque casi seguro se llamará Nuevos trapos. Una tarde, Charly deambula, una vez más, por las calles del Soho. Se siente a gusto. Sabe que ése podría ser su lugar para siempre. En una pared encuentra un grafitti que le llama la atención. Es un dibujo informe que le recuerda la figura de los desaparecidos. Debajo, un nombre desconocido le gatilla una idea. Charly se hace retratar por Umberto Sagramoso con la inscripción “Modern Clix” –era el nombre de una banda under de NY– e inventa una portada histórica, cuya simbología trasciende la obra. Es la postal de una época. En blanco y negro –en una era en la que reina el color–, con su pelo corto y con las sombras de la capital del mundo cayendo en forma ominosa sobre él, gracias a himnos como “No me dejan salir”, “Los dinosaurios” o “No soy un extraño”, Clics modernos se convierte en el disco perfecto, el segundo de un cuadrante musical brillante que completarán, junto a Yendo de la cama al living, Piano Bar y Parte de la religión.
Charly vuelve de Nueva York con la cabeza reamueblada. Falta un tiempo para lanzar su disco –sale a la venta a comienzos de noviembre; se presenta en diciembre en el Luna Park y es recibido con cierta indiferencia–, entonces se zambulle en la efervescente escena del under de la ciudad. Es así que llega al Café Einstein, donde en una noche rocambolesca ve actuar a Los Twist. “Yo estaba cantando ‘Jugando Hulla Hulla’ –recordará Fabiana Cantilo– y me di cuenta de que el grupo no estaba tocando.” Se estaban cagando a trompadas público y músicos. “Pero yo quería terminar la canción. Entonces subió Charly y seguimos.” Tras el show, tragos en mano, García los amenaza: “A esto lo grabamos la semana que viene”. García, que tiene unas horas de estudio disponibles, es directo: “Quiero un tanto para mí, y otro tanto queda para ustedes. El viernes entran a grabar”. No hubo ni tiempo de pensarlo. Según la evocación de Cipolatti, “grabamos en vivo, todos juntos, un día entero. El día siguiente metimos unas voces, unos coros, unos solos, y el tercero Charly mezcló todo. Salió el 17 de octubre de 1983”.
La adhesión fue irresistible, casi instantánea. A fines de octubre, mientras Herminio Iglesias, en el cierre de campaña del PJ, quema un ataúd con los colores de la UCR y entierra las aspiraciones presidenciales de su candidato Italo Luder, La dicha... se cuela en los asaltos adolescentes con la fuerza de un rayo. El 30 de octubre, Raúl Alfonsín obtiene más de 7 millones de votos y es elegido presidente. Se acerca el verano y las voces de Pipo y de Cantilo iluminan el amanecer democrático. Un cóctel de ritmos pegadizos –pop, funk, rockabily, ska– que acompaña a un manojo de letras plagadas de imágenes surgidas de la televisión, el comic y la historia argentina. Apelaciones directas a las grandes pasiones populares (Boca, Perón, Gardel, Titanes en el Ring...) conviven con transgresiones inofensivas y apologías –sutiles y no, siempre desenfadadas– de la droga, el dinero o la mera diversión. Hedonismo elemental para humedecer la resaca del Proceso.
Por las noches, la banda es una patrulla desmesurada y caótica que incendia los escenarios de la ciudad. Se mezclan con otros músicos, se producen noches inolvidables. “El grupo al que pertenecíamos –relata Daniel Melingo– era bastante estrecho. Y no faltaba la posibilidad de entremezclarnos con total promiscuidad. Teníamos un dúo con Pipo con que actuábamos en el intermedio de Sumo, donde yo, además, tocaba el saxo.” Melingo es un nombre esencial en la escena: además de integrar Los Twist y Los Abuelos, también participa, en aquel año, de la edición de Corpiños en la madrugada, el primer demo de Sumo, que luego, con los años, se convertiría en clásico. Melingo no lo duda: “La dicha fue un disco bisagra en el rock nacional. Un antes y después en todo sentido”. Durante ese primer verano alfonsinista, la placa es la más vendida del país, trepa hasta el segundo lugar de los rankings y es sólo superada por Thriller, de Michael Jackson, el disco más exitoso de la historia.
“Nosotros veníamos de Wadu Wadu, nuestro primer disco, que si bien fue tomado como el ‘nuevo movimiento’, la verdad es que tuvo una salida muy relativa. De hecho, Sony nos devuelve el contrato.” En el recuerdo de Marcelo Moura, en 1983 su grupo está en un punto de inflexión. Virus, cuyo segundo álbum, Recrudece, había sido recibido con apatía por la opinión pública, interpreta más que ningún otro aquello de la nueva ola. El sonido es de avanzada, tanto que el grupo se encuentra ante una encrucijada: o se vuelve más asequible, más terrenal, o se conforma –se boicotea– con confinarse a una elite moderna. “Sentíamos –sigue Moura– que en algún punto estábamos más adelante del entendimiento de la gente. Fue una etapa de mucha producción, de no parar de componer. Y decidimos hacer algo más al alcance, una cosa más rocker, con temas más arriba.”
La grabación se realiza en los estudios Moebio, donde unas semanas antes Luis Alberto Spinetta había grabado, con Jade, Bajo Belgrano. Virus, que ya es una banda convocante, presenta Agujero interior en el estadio Obras. Allí, entre fans con jopos, jeans carpinteros y algunos sobretodos oscuros, Federico Moura, el carismático líder, interpreta “Tengo”, de Sandro. Es una declaración de principios. Virus elige armar su propio canon musical. Aún tildado de cursi por la intelligentzia, aun cuando su carrera posterior osciló hacia otras orillas, para los Moura el desbordante autor de “Una muchacha y una guitarra” fue uno de los pioneros del rock.
Los temas de Agujero Interior –“Carolina”, “El Probador”, “Mi garaje”– se expanden como el nombre del grupo. “El disco produjo el efecto que esperábamos: nos hizo populares”, reconoce Moura hoy. La banda no para de tocar. En TV, en clubes, pero sobre todo en discos. A veces los telonea un trío de veinteañeros cuyo cantante se adivina tan vanidoso como seductor: es Gustavo Cerati y es Soda Stereo, que había fichado para la misma compañía que ellos, CBS. “Tocábamos jueves, viernes, sábado y domingo en lugares en los que entraban cinco mil personas, o más. Era maravilloso. Los lugares no estaban preparados para los shows. Me acuerdo de estar en el escenario y decir ‘loco, si acá pasa algo estamos hasta las manos’.”
“¿Cuál fue nuestro aporte sonoro para la época? Y, yo creo que estuvo en los teclados. Yo tenía 21 años y la verdad es que no era ‘tecladista’, de hecho, no tenía una formación académica”, reconoce Moura. “Pero eso, a su vez, me permitía tener rupturas que le daban a la banda un sonido propio. Mi ignorancia me hacía romper cosas, combinando notas que, a priori, no podían ir juntas”, completa. Aun con la resistencia, y hasta una suave hostilidad, de cierto sector de la crítica que los tilda de frívolos y comerciales –la búsqueda indisimulada del “hit”, decían, es la puerilización del espíritu rocanrolero–, la banda, que llegó a disco de oro con Agujero..., está lista para trepar al pináculo del rock. El trabajo posterior, Relax, significará un salto sonoro más categórico aún. “Nos animamos a experimentar con el audio”, dice Moura. Relax fue la entronización definitiva.
Un colectivo de anhelos y emociones galopando las noches de la ciudad. Una corriente de intensidad funk acelerada por la voz de su indómito y agónico capitán, Miguel Abuelo. Un equipo irrepetible que alumbra su obra cumbre. “Es el mejor disco que hicimos, el disco más representativo de la banda.” Ex bajista de Los Abuelos de la Nada y hoy productor, Cachorro López no duda a la hora de precisar la importancia decisiva que tuvo Vasos y Besos en la precipitada vida de Los Abuelos. “Es el legado más importante que dejamos”, agrega. López se había encontrado con Miguel Abuelo en Ibiza a fines de los ’70. Los atardeceres mediterráneos fueron testigos del nacimiento de una sociedad compositiva que, tras el paso de Cachorro por Londres, se traslada a Buenos Aires para relacionarse con los artistas de los festivales Ring Club y fundar la banda. “El Ring Club hizo de sede de todo ese potencial de músicos, plásticos, actores y dramaturgos de aquel momento inicial de los ’80”, recuerda Melingo. El primer disco, del año ’82, es producido por el omnímodo Charly García y ya da algunas pistas de lo que vendrá. Himnos como “No te enamores nunca de aquel marinero bengalí” o “Sin gamulán” –primer hit calamaresco– conforman un álbum, de nombre Los Abuelos de la Nada, que conquista los corazones de la gente.
Si bien el grupo está compuesto por personalidades bien definidas, incluso encontradas, el deseo de hacer música es más fuerte, de manera que se genera una química explosiva, hay fuego sagrado. Existe tensión, claro, pero es creativa. “Lo interesante de Vasos... –aporta Melingo, autor del primer gran reggae nativo, ‘Chalaman’– es la diversidad de ritmos, con gente que venía de palos diferentes.” Para Gustavo Bazterrica, guitarrista, “la base ya se había perfilado hacia un sonido funk determinado”. El mismo Bazterrica es quien aporta uno de los leitmotives del disco, aquello de “no se desesperen locos, todo va a andar bien, no se detengan”.
“Creo que el grupo nunca pudo tener un registro discográfico acorde a cómo sonaba en vivo”, agrega López. “Pero Vasos... tal vez fue el mejor en ese sentido, y una de sus claves fue que todos los compositores aportamos temas importantes. El disco es la culminación, de alguna manera, de un proceso de mucho crecimiento y de mucha efervescencia de la banda.” Joven maravilla del rock, en Vasos... Calamaro alcanza sus primeras cimas compositivas. Con sólo 22 años compone y canta dos hitos de la canción: “Así es el calor”, con Gringui Herrera, futuro guitarrista de la banda, y “Mil horas” –junto a su amigo Marcelo Scornik–, hoy convertido en clásico, pese a que estuvo a punto de no ser incluida en el disco por no conformar a todos.
El disco sale a la venta el 8 de diciembre de 1983, dos días antes de la asunción de Alfonsín. En Vasos... la banda está en estado de gracia, pero su líder camina por las nubes. Poético y sensual, Abuelo patea las puertas de la historia con una lírica que lo ubica en el panteón de los grandes compositores criollos: “Se acercan tiempos difíciles/Amar es urgente”, advierte desde “Mundo in-mundos”. “Americana, tu idilio debe empezar/Ruge en mi almohada tu sueño de la verdad”, sugiere desde “Sintonía americana”.
Paladín de la libertad –así definido por Juanjo Carmona en su biografía–, Abuelo, como Moura, Luca e incluso Charly, alberga en su obra y en su cuerpo la incandescencia creativa y fatal de una década musical que se funda aquel invierno. Con el ocaso de la dictadura, las entrañas de la ciudad alumbran un puñado de discos que definen una era y que convierten a Buenos Aires en la meca del rock latino. En un año que parece haber sido muchos años a la vez, en un año inmenso, que contuvo multitudes.
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