Domingo, 29 de diciembre de 2013 | Hoy
CINE SE ESTRENA LA VIE D’ADèLE, LA PELíCULA QUE GANó LA PALMA DE ORO EN EL úLTIMO FESTIVAL DE CANNES
Por Mariana Enriquez
Adèle va a la secundaria, es un poco tímida pero absolutamente directa y sincera. Le gusta comer, su familia es proletaria, estudia literatura francesa. Vive en Lille, una ciudad del norte de Francia. Está comenzando la vida. Y justo entonces se encuentra –casualmente, por la calle– con una chica de pelo azul, una chica que se viste de jean, estudia arte, y se parece a River Phoenix, seductora y canchera y lesbiana. Se llama Emma. Adèle y Emma se enamoran locamente, tienen sexo con abandono y ferocidad, se van a vivir juntas, pasan los años, la convivencia se desmorona. De eso se trata, superficialmente, La vie d’Adele, dirigida por el director francés nacido en Túnez Abdellatif Kechiche y protagonizada por dos chicas maravillosas, Adèle Exarchopoulos –diecinueve años cuando rodó la película, casi sin experiencia en cine– y Léa Seydoux, la actriz de Medianoche en París, de Woody Allen, y Bastardos sin gloria, de Tarantino. La vie d’Adèle es una historia de amor, de iniciación, de aprendizaje. Hay cientos de películas así. Pero La vie d’Adèle es diferente de todas y de eso se dio cuenta el jurado de Cannes cuando le dio la Palma de Oro y falló que el premio debía ser compartido entre las actrices y el director. En las tres horas que dura –y no le sobra un minuto– la cercanía con las chicas, y especialmente con Adèle, es vívida, emocionante, insoportable. A veces el cine es capaz de esto: toda la complejidad de la vida está ahí, entre estas dos chicas. El dolor irrepetible del primer amor perdido, la herida profunda del deseo, las conversaciones jóvenes sobre Sartre, las marchas pidiendo por educación pública y festejando el orgullo gay, las fiestas con baile de madrugada, los compañeros de colegio homofóbicos, los compañeros de colegio solidarios, los amigos que salvan la vida, los amigos snobs que nos hacen llorar, el primer trabajo, irse a vivir juntos, las comidas con los padres. Pero, sobre todo, el amor, en toda su necesidad y su alegría y su desdicha.
Nada de esto sería posible sin Adèle Exarchopoulos, una de las protagonistas. Esta película es tan suya que, finalmente, lleva su nombre: La vie d’Adèle está basada en una novela gráfica de Julie Maroh, Le bleu est une couleur chaude (El azul es un color cálido) y allí la adolescente se llama Clementine. Pero Kechiche, cuando rodaba, se dio cuenta de que su actriz se merecía el título. La filmó todo el tiempo, incluso cuando dormía, cuando comía, cuando no actuaba –es su método intrusivo, que les resulta molesto a los actores pero tiene resultados increíbles, como ya lo había demostrado en L’esquive (2003), su segunda película sobre un grupo de adolescentes de los suburbios de París–. Y en más de una ocasión, Adèle Exarchopoulos deja sin respiración: es tan hermosa con el pelo grasiento y el cigarrillo entre los dedos; tan sincera cuando está incómoda entre los amigos artistas de su novia pintora que la hacen sentir prole y ama de casa y apenas una musa; es tan sensual cuando baila con un hombre, despechada porque su novia se pasa el día discutiendo por teléfono con galeristas. Léa Seydoux, la chica del pelo azul, es el objeto de deseo aquí –y es una actriz inteligente, felina– pero el amor es para Adèle: el de los espectadores, que se van a quedar con la mandíbula por el piso ante su naturalidad, sus labios entreabiertos, sus lágrimas, su entrega –la manera en que sobrevive al desamor es heroica, desarmante–.
Cuando se estrenó y ganó Cannes, de lo que más se habló, sin embargo, fue de la escena de sexo. Se trata de la más larga en la historia del cine mainstream entre dos mujeres, dura diez minutos y se ve a estas criaturas celestiales mordiéndose, masturbándose, lamiéndose, desnudas, en un plano abierto que las deja aún más desnudas, bien iluminadas, coreografiadas pero también algo torpes, voraces y alegres. Hay otras escenas más pero ésa, la de diez minutos, causó todo el revuelo y los gritos de “innecesario”, aunque, la verdad, la escena es absolutamente necesaria para entender la fuerza arrasadora que enciende a estas chicas, que no es una fuerza excepcional, no es un amor torturado y demencial, es el amor tal cual se siente, el que deja sin dormir y con el pecho dolorido, un estado de locura y vulnerabilidad que es injusto e incomparable.
La vie d’ Adèle, además de ser un estudio de personajes, es un ensayo sobre la clase –algo que preocupa especialmente al cine de Kechiche–. En esto se separa de la novela gráfica, donde la separación de las chicas ocurre porque una de ellas, Emma, es una militante gay y Clementine-Adèle prefiere la vida hogareña. En La vie d’Adèle las cuestiones de género importan menos: lo que termina separando a las chicas es el origen social: una es proletaria, trabaja en la educación pública, es la Francia profunda; la otra es hija de la burguesía artística y ni piensa en el dinero. Y esa diferencia se vuelve un muro tan silencioso y tenaz que no puede ser derribado por el deseo.
Abdellatif Kechiche no permitió estilistas ni maquilladores en el set durante el rodaje, que duró más de cinco meses y fue cronológico; las actrices hoy se quejan de que las empujó demasiado, que las obligó a pegarse en las escenas de ruptura, que se sintieron incómodas en las de sexo, que no volverían a trabajar con él. Julie Maroh también expulsó vinagre y dijo que las escenas de sexo son “la fantasía de un hombre heterosexual”. Quizás esté molesta porque la película es mejor que su novela. Como sea, La vie d’Adèle se estrenó comercialmente en medio de todo este malhumor, y la semana que viene llega a Argentina y no hay nada en sus tres horas que delate los desplantes y enojos. El exigente Kechiche y sus actrices lograron un prodigio de película, un cine lleno de belleza, riesgo y pasión.
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