Domingo, 29 de diciembre de 2013 | Hoy
Entrevista Andrew Graham-Yooll bien puede celebrar tranquilo su inminente cumpleaños 70. Acaban de salir en simultáneo tres libros pequeños y hermosos: un volumen de su poesía, reunida bajo el título de Espanglish 3, la edición bilingüe de Discepolianas de este siglo de Raúl García Luna (traducción al inglés de Andrew) y la compilación Once British. La vida de quien fuera durante años director del Buenos Aires Herald está signada por la doble pertenencia y el doble lenguaje, pero, según confiesa, se encuentra cada vez más cómodo en la mezcla indiscernible entre lo británico y lo criollo, y cada vez más afincado en el sur, en su barrio de Barracas.
Por Sergio Kiernan
Había una vez un país en el que vivían muchos ingleses, escoceses, irlandeses y galeses, y hasta algún norteamericano y australiano que se hacía el británico cuando le convenía. Eran gente de toda laya, recién venida o ya afincada, que no hablaba la lengua local, la hablaba con acento o la tenía como propia. Eran los que adoptaron el asado y el vino, difundieron el sanguchito de miga y el té, contagiaron el tenis y a veces se enamoraron de morochas o morochos, teniendo hijos francamente hermosos. Esa Argentina británica desapareció con un acto de gobierno, la nacionalización de las empresas inglesas –ferrocarriles a la cabeza, pero mucho más atrás– y una fuga masiva, en barco y a Southampton. Los que quedaron son los que ya habían aprendido a pensar por dos y ya hablaban por dos. Uno fue Andrew Graham-Yooll.
Preparando su fiesta de setenta años, Graham-Yooll festeja una verdadera rareza porteña, la de haber juntado un buen centenar de personas para la presentación de tres libros de poesía. Hasta se ufana de haber vendido suficientes ejemplares como para pagar una buena comilona, cosa que pocos traductores y menos poetas logran hacer. Los tres libros que editó Aurelia Rivera Libros son productos típicos del autor y del país perdido en el que nació: lunfardos, bilingües, quintaesencialmente argentinos, demandantes en eso de saber idiomas.
Graham-Yooll fija el origen de estas cosas en la infancia en Ranelagh, cuándo no, y en el régimen lingüístico que sus padres fijaban a sus hijos argentinos. Británicos ambos, aceptaban el castellano y hasta las frases hechas de la comunidad local, como el contagio de terminar todo con un “¿no?” de vocal corta o eso de irse al “camp” a pasar unos días. Pero la mezcla, la frase mitad y mitad, lo que hoy llamamos spanglish, era fuente de retos y griteríos.
Entre las muchas rebeldías del joven Graham-Yooll estuvo la mezcla, primer síntoma de una vida de andar traduciendo cosas.
Para 1971, la cosa había pasado de hablar del presidente John Sunday a hilarse en una serie de poemas y cuentos llamados Se habla espanglés, que Piri Lugones dividió en un poemario y un libro de cuentos que llevó respectivamente a Daniel Divinsky y Jorge Alvarez. El primero publicó los poemas en 1972 en De la Flor, el segundo devolvió la carpeta, que terminó perdida en 1976 en el apuro del exilio. “Juan Gelman leyó el libro y me dijo que le gustaban, pero que no mezclara, que escribiera en inglés y en castellano por separado...” se ríe Graham-Yooll, con el tercer tomo de la manía, Espanglish 3, en la mano. Pero al final parece que le hizo caso, porque ahí hay piezas pensadas en inglés y traducidas sin mezclas, incluyendo el terrible, bello y personal “Hospital Británico”.
“Siempre hay alguien que quiere saber qué idioma hablo realmente. Es una pregunta tonta y entonces siguen con en qué idioma hacés las cuentas y en qué idioma hacés el amor. Y la respuesta, parece, es que mi primer idioma resulta ser el inglés.” La teoría, explicada con una tira de asado cuidadosamente ordenada en el mejor porteño –“jugosa, pero jugosa– jugosa, que camine”– pierde efecto ante la evidente argentinidad del que la cuenta. Con Graham-Yooll nunca se termina de saber, en cosas de lenguas, dónde se pone irónico y dónde se pone serio, ni siquiera si él sabe la diferencia.
Por ejemplo, cuando declara que “hay que darse el gusto de escribir un nuevo ‘Cambalache’, pero en inglés. ¿Cómo sonará en inglés?” y lo pasa como explicación para las Discepolianas de este siglo de Raúl García Luna, el segundo libro recién presentado y una lunfardeada de punta a punta. Ahí uno se entera de que “garca” puede terminar de “swindle”, “jeta” de “mug” y tener una “nariz botona” es sufrir “the nose of a sneak”.
Una contrateoría a la que ofrece el autor es la que recuerda que lo único que al final lo sacó de este país fue la fuerza bruta de la dictadura. Graham-Yooll era uno de los redactores de punta del Buenos Aires Herald, el diario que publicaba lo que nadie publicaba, como las primeras denuncias sobre desaparecidos. Eventualmente, los militares fueron directos y le recordaron al periodista molesto que si bien era binacional, bilingüe y de nombre gringo, ellos lo consideraban lo suficientemente argentino como para matarlo. Graham-Yooll aterrizó en Londres con mujer e hijos pequeños para comenzar lo que él mismo llama y llamará su exilio.
Allá escribió libros terribles en su simplicidad directa contando lo que es vivir en “estado de miedo”, y de allá volvió en 1982 para cubrir la guerra de Malvinas y comerse una patota que lo dejó lastimado pero vivo, una muestra de que era lo suficientemente inglés como para que los militares no lo mataran. Para los noventa terminaba de esperar que los hi-jos crecieran y finalmente, ya va para veinte años, se volvió a su país, al sur porteño, al Herald, a otras redacciones y eventualmente al lugar donde se producen estos libros, un viejo departamento de obreros en ascenso en el medio de Barracas.
Quien le pregunte por la vuelta, que los hay, recibirá otra de las ironías. Como que en Argentina el tinto es más barato que en Inglaterra y no es bebida de snobs. O que no hay mujeres como las de acá, o alguna zoncera amable por el estilo, de las que sirven para disimular el amor. Graham-Yooll se escapó, muy de chico, de “la aldea inglesa” de ferroviarios puntuales y bebedores que era Ranelagh hacia la gran ciudad, Buenos Aires, y luego a su otro amor, Montevideo. A cada una le dedicó un librazo original, Goodbye Buenos Aires, contando la vida de su padre, y una guía literaria del Uruguay. El secreto es que le gusta ser argentino, o uruguayo, que es lo mismo, y ése es un deporte difícil en las altas latitudes.
Paradójicamente, la mudanza parece que despertó su vocación de puente y traductor, exhibida en el tercer libro presentado, Once British, que es un juego de palabras que necesita más que una nota al pie. Por un lado, se puede leer como “Once británicos” y literalmente es una pequeña antología de ese número de poetas de ese origen que nos visitaron y que escribieron aquí o sobre nosotros. Por otro lado, también quiere decir “Una vez británico”, y el resto le queda a cada uno... Entre lo que cuenta el libro está la rara inspiración de Simon Armitage de ponerse a traducir poesía medieval en un hotel de Retiro, o la de John Burnside, que terminó en Entre Ríos escribiendo tangos y chamamés en inglés.
Este libro simplemente continúa lo que ya amenaza ser un estante de teatro argentino volcado al inglés –de lo mejor de Teatro x Identidad, por ejemplo– poesía, escritores olvidados, angloargentinos que dejaron sus páginas para ser rescatadas y una sorprendente legión de británicos que escribieron sobre nuestras pampas. El estante tal vez pueda enmarcarse con libros que bucean exploraciones, como el muy lindo La colonia olvidada, de los pocos que recuentan el lado humano, cultural, de la presencia británica en Argentina. Porque, como dice Graham-Yooll, con las inversiones vino gente y esa gente “hizo el amor, perdió plata timbeando, se emborrachó, extrañó, se sintió bien o mal, en fin, fue humana también en nuestro país”.
Una definición de pobreza es pensar que hay apenas una manera de hacer las cosas, y una de riqueza es complicar y matizar. En esta tierra de sociedades italiana y española hay clubes donde se brinda a la vera de retratos de patriotas polacos, iglesias donde se ruega a santos impronunciables y aulas donde se recuerdan sagas alejadas, medievales, como propias. Los hijos de los que se fueron quedando se quedan por ganas, vuelven a donde al final tienen sus muertos, aportan a un país de apellidos raros, al rico caldo que somos. Algunos, además, traducen, explican, cuentan, interpretan, tienden puentes. Es algo profundamente argentino y de gente que puede tomar tintos y escribir en fondas del sur, quemarse alegre en el sol de Entre Ríos, y carajear como sólo les sale a los criollos.
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