Domingo, 29 de junio de 2014 | Hoy
TELEVISION Son más difíciles de ver o de encontrar, pero muchas de las series que se producen fuera de Estados Unidos son excelentes y vienen de tradiciones televisivas extensas y nobles. Por ejemplo, las series inglesas: ahora mismo, el formato favorito después de las extensas Downton Abbey y Sherlock es la miniserie, y se acaban de estrenar en el cable local las notables Marchlands y Lightfields, diez episodios en total de un drama sobrenatural donde los fantasmas dan menos miedo que los secretos y mentiras de las familias protagonistas. Y además Radar repasa las otras grandes series que se están haciendo en todo el mundo, apenas una punta para seguir estas nuevas historias que van desde un relato feminista en Nueva Zelanda hasta las mafias del postcomunismo en Bulgaria.
Son tantas y tan buenas las series norteamericanas que a veces la ficción de calidad que se hace en otros países suele pasar desapercibida (y a eso se le suma que tienen menos difusión, no provocan fenómenos de fandom y suele ser difícil que se estrenen en el cable local). Desde hace dos meses, Europa Europa viene reparando estas omisiones con el estreno de dos notables miniseries inglesas, Marchlands y Lightfields. De cinco capítulos cada una, se estrenaron originalmente en 2011 y 2013 y son dos relatos independientes, pero con una misma premisa: una casa “embrujada” y las historias de tres familias que la habitan en tres períodos diferentes.
El formato de serie-antología, como American Horror Story (o como, parece, será en el futuro True Detective después de esa primera e impactante temporada), no es nuevo; pero sí es muy diferente el tratamiento de la ghost-story de ambas series. No es el gore, la exageración y la crueldad de American...; tampoco el pesimismo elegante y el clima de horror cósmico de True Detective. La narrativa de Marchlands y Lightfields es contenida e hiperrealista: en la serie, el elemento sobrenatural es una excusa para ver de cerca la vida cotidiana de familias inglesas de diferentes períodos del siglo XX. Y la historia de fantasmas también sirve para avanzar sobre una idea inquietante que es casi el tema de las dos miniseries: la paternidad. Los hijos. Cuánto se los desprotege, qué significa ser un buen padre, si es posible serlo, si el cambio que producen en la vida vale la pena, si el dolor por perderlos es superable.
Marchlands transcurre en una casa de Yorkshire, en un pueblo pequeño. La casa se llama Marchlands –en Gran Bretaña, especialmente ciertos hogares con prosapia suelen tener nombre–, pero no es una mansión: es una casa vieja y bonita, accesible para alquilar. La primera familia que la habita es la que provoca el haunting. Una curiosidad: en inglés, se dice haunted house, que en castellano se traduce como casa embrujada o encantada, aunque no quiere decir lo mismo. Haunted significa lugar visitado por fantasmas; es una palabra específica para denominar la presencia de espíritus. No existe esa palabra en castellano, lo que podría explicar la cercanía de la literatura y la ficción anglosajona con las historias de fantasmas, mientras las narraciones latinas prefieren la idea de brujas y hechizos. Pero dejemos esta anotación al margen: la casa, entonces, es una casa normal, donde viven un matrimonio joven –Ruth y Paul– y sus suegros. Es 1967, pero Ruth y Paul no son hippies, no saben nada del Swinging London y viven de manera tradicional con los rígidos y reprimidos padres de él. Pero una tarde la hija de Ruth y Paul, Alice, muere ahogada en un lago cercano. No se sabe cómo llegó ahí: estaba paseando con su abuelo, se perdió de vista y murió. Los policías creen que fue un accidente. Su madre no. Y Alice, la niña muerta, está de acuerdo con su madre y permanece en la casa, dando señales de que algo la intranquiliza.
Esta historia, magníficamente actuada y desesperante en su infelicidad –la frialdad de la suegra, el duelo imposible, el suegro mentiroso y pusilánime, posiblemente con un trauma de la Segunda Guerra– se mezcla con dos más: la de la familia Maynard, que alquila la casa en 1987 y la de la pareja exitosa de Mark y Nisha, que la compran y restauran en 2010. El plano contemporáneo es el más flojo, pero el retrato de la alegre familia de los ’80 es excelente, con esos padres asustados porque creen que la nena, que ve el fantasma de Alice, tiene un problema psiquiátrico, además de que su estadía en Marchlands transcurre durante la histeria por abusos infantiles de la época.
Sobre qué le pasó a Alice y quién lo hizo se resuelve bien a la manera deductiva de los policiales ingleses. Y así Marchlands actualiza y recrea la ghost story tradicional y el policial deductivo de Conan Doyle a Agatha Christie pero, en el fondo, se trata menos de fantasmas y asesinos que de la vida en familia, el dolor y el amor de estos vínculos, y los cambios sociales de la clase media británica.
En 2013 se decidió encargar la “segunda parte” de la miniserie, Lightfields. Si en Marchlands el elemento recurrente que marcaba la aparición del fantasma era el agua, porque Alice murió ahogada, en Lightfields es el fuego porque la adolescente muerta, Lucy Bowen, ardió en el incendio del granero familiar. La historia de Lucy, el primero de los tres planos narrativos que se entrelazan, transcurre en 1944 en una granja de Suffolk donde dos adolescentes, interpretadas por las hermosísimas actrices Dakola Blue Richards y Antonia Clarke, se enamoran de chicos que van a la guerra y de pilotos norteamericanos dañados, que las usan aunque ellas creen que es amor o, al menos, intentan la iniciación sexual en un mundo que se muere. Lucy es un sueño: etérea, algo rebelde; Eve, su amiga, es coqueta y aparentemente frívola, pero también determinada y honesta con lo que siente, y acabará siendo absolutamente fiel. La tragedia de la horrible muerte de Lucy, que muere sola entre las llamas sin que nadie pueda rescatarla y después de haber tenido sexo con un piloto de Kansas, enloquece a la familia y los encierra en un secreto –¿quién provocó el incendio?– que se extiende hasta 1975 y 2012. A diferencia de Marchlands, en Lightfields todos los que revisitan la casa y encuentran el fantasma de Lucy estuvieron relacionados con ella, no son desconocidos: son amigos de la infancia que crecieron, son su propia familia, su hermano ya anciano en 2012. Una vez más, aquí la historia realmente buena, la mejor actuada, es la de 1944: ese limbo campesino sobrevolado por aviones con jóvenes que ni siquiera en el aislamiento pueden ser salvadas, es emocionante y poderoso. Otro gran hallazgo de Marchlands y Lightfields es la notable edición: uno jamás se pierde cuando pasa de una historia a otra, y lo que suena complicado es increíblemente sencillo cuando se ve. Y, finalmente, lo que la desmarca de tantas series con elemento sobrenatural estrenadas en los últimos años es el tratamiento del fantasma. Lucy y Alice son apariciones relativamente benignas aunque, para llamar la atención, pueden hacer daño. No son fantasmas vengativos e insaciables a la japonesa, pero tampoco la ñoñez de Ghost Whisperer, la serie norteamericana con Jennifer Love-Hewitt que pone en escena todo el consuelo del “lugar mejor” hacia donde van los espíritus ayudados por la médium. No: Lucy y Alice no han olvidado, quieren ser recordadas, visitan el lugar donde les fue cometida la injusticia. Lucy y Alice son, en realidad, silencios y secretos, vergüenzas y dolores de familias y de épocas. Fantasmas que siguen siendo humanos.
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