Domingo, 3 de agosto de 2014 | Hoy
PINTURA El color como una fuerza expansiva que excede los cuadros, rebota contra las paredes y no cede vitalidad en ningún sector: Germán Gárgano ofrece en su nueva muestra, en la UCA, una docena de pinturas de gran tamaño. Discípulo de Gorriarena –con quien se carteó mientras estuvo preso durante la dictadura–, Gárgano maneja con extraordinaria maestría el color, con un estilo descarnado que desemboca en composiciones incómodas, turbulentas, un río violento y festivo que atraviesa zonas oscuras para salir radiante, después.
Por Verónica Gómez
En el corazón del Hades, el mundo de los muertos, cinco ríos convergían formando una ciénaga. A cada río infernal, los griegos habían asignado una cualidad: el Flagetonte era el río del fuego; el Lete, el río del olvido; el Aqueronte, el de la aflicción; el Cocito, el de las lamentaciones; y el Estigia, el río del odio. La pintura puede a veces comportarse como ríos convergentes. Al igual que el río, cada color posee un cauce y un caudal, y carga en el tumulto de sus aguas una emoción, un vibrato que es a la vez óptico y memorioso. En su recorrido el agua ve pasar piedras, ramas, peces. Son cosas que sortea, contra las que choca o se desliza, cosas que oculta. A menudo esas interrupciones abren brechas, generan desvíos en la trama acuática, esa masa de agua ansiosa que se conduce como un caballo desbocado, persiguiendo un objetivo que debe intuir lejano, en una zona desconocida. Casi podemos ver la desesperación del río, ese correr con la lengua afuera. Pero también el río, como la pintura, hace un alto en el camino y descansa; la laguna. Allí distinguimos el color y contorno de las piedras del fondo, el ondular de los peces. Todo río tiene un final que resulta más o menos intempestivo. A veces disminuye su caudal hasta desaparecer. Otras, se desintegra en el océano o se desploma en una catarata.
La pintura de Germán Gárgano (Buenos Aires, 1953) tiene un comportamiento hidrográfico. Sus aguas son en ocasiones espesas. Su lecho es barroso, áspero o sensual. Es un río violento y festivo; si atraviesa zonas oscuras, lo hace para salir radiante después. Era Caronte, cuyo nombre del griego significa “brillo intenso”, quien conducía las almas de los difuntos por los pabellones sombríos. Hasta el 17 de agosto, en el Pabellón de las Artes de la UCA, Gárgano ilumina el espacio con sus pinturas recientes.
“Un cuadro debe romper la pared”, decía Carlos Gorriarena. Y aunque no estaba pensando exactamente en las paredes de una cárcel, su sentencia se aplicaría allí a la perfección. En 1975, Gárgano cursaba estudios de medicina cuando fue detenido por razones políticas. Permanecerá preso en La Plata, durante la dictadura, hasta 1982. En esos años de encarcelamiento ocupa su tiempo absorbiendo textos de medicina, neurología y psicoanálisis. Si la desgracia no asegura el talento, puede, en ocasiones, crear el sitio para que se manifieste: así es como empieza a pintar en los talleres de la cárcel. En 1981, en la recta final de su encierro, inicia una relación pedagógica-epistolar con Gorriarena. Nunca se habían visto en persona. Pero la distancia física es amortiguada por un intercambio en el cual salen de la prisión pequeños cartones pintados y entran cartas con jugosas observaciones sobre el cuadro y consideraciones de tipo filosófico acerca de la pintura. En una de ellas, Gorriarena le escribe a Gárgano: “En tu caso, este fluir o libre asociar de tintas se da de un modo tal que podríamos caracterizar como una catarsis depurada. O dicho de otro modo: está prohibido llorar”.
Las cartas debían ser transcriptas y firmadas por los padres de Gárgano, ya que los presos no podían recibir correspondencia más que de familiares cercanos. Uno de los problemas es que cuando recibe las observaciones de Gorriarena, el cuadro ya no está en sus manos. La posibilidad de que la pintura regresara a la cárcel era impensable. Por lo tanto, el discípulo no puede realizar cambios, como tampoco asir al cuadro las observaciones del maestro. Se le ocurre entonces un método. Mientras pinta un cartón, realiza una copia más pequeña. Si usa rojo, reserva una porción para el retoño. Así podrá rever el cuadro, en su versión miniaturizada, a partir de las observaciones de Gorriarena. Pero las dificultades del método no presencial no se acaban allí. ¿Cómo entender a qué parte del cuadro se refiere Gorriarena en la carta? Gárgano lo resuelve realizando al dorso de la obra un esquema donde asigna una letra a cada zona de color. El mismo esquema es repetido en la versión pequeña. De esta forma, las cartas de Gorriarena incorporan un lenguaje insólito y efectivo. Por ejemplo, en las observaciones sobre el cartón Nº 12, leemos: “Excelente. En la franja cálida de la derecha compuesta por (de arriba abajo) J, M, O, me parece que M y O están porque sí. Como si se te hubiese terminado la inspiración. Ahora mismo estoy tapando con un papel blanco ese sector y el trabajo crece. Es importante darse cuenta cómo un mínimo sector, casi sin importancia, que no nace realmente como una necesidad, cuestiona el conjunto. Parecería que en la pintura (como en tantísimas otras cosas) nada es totalmente secundario”.
Esta metodología epistolar, con los inconvenientes del tráfico encubierto y complicados regímenes de visita, imponía un ritmo lento, un interludio obligado que funcionaba como impasse reflexiva entre un cuadro y otro. En 1982, Gárgano sale de la cárcel y el encuentro cara a cara con el maestro se produce al fin. Continúa tomando clases con él un par de años más. Será el afianzamiento de una amistad que prevalecería hasta la muerte de Gorriarena, el 16 de enero de 2007.
Si en las pinturas donde aparece la figura humana con mayor nitidez podemos oler la influencia de Gorriarena, en términos generales Gárgano logra diferenciarse del maestro y llevar la enseñanza del color como agua para su molino. Su estilo, aunque menos rabioso, es más descarnado y, cuando se vuelve turbio o adopta composiciones incómodas, resulta mucho menos amable. Entre estas pinturas incómodas sobresale En el mundo. Una figura de espaldas, descabezada, deshace su carne contra un fondo de ladrillos de colores empetrolados colocados con espátula. En obras como Sueños, Gárgano amasa el gesto pictórico. Hay sectores de óleo grumoso, áspero, deslucido. Las formas globulares se repiten, la pincelada se arrastra, siguiendo el pulso de un estado anímico. Suelen descubrirse, en el tumulto gestual, caras humanas. Lo incierto y Maleza inadvertida son las excepciones de la muestra. El color aparece allí suelto, desencriptado, como un sonido que bailotea sin asidero. Esa manera de ser liviana del color, casi volátil, no es el común denominador de las obras de Gárgano. En general, el color tiene una fuerza expansiva que rebota contra las paredes. Es un movimiento excéntrico, como si el color lanzara la advertencia de que el territorio pronto le va a quedar chico. Sin embargo, en su afán territorial, el color no entra en pugna con las comarcas vecinas. Si les pega un codazo, como un feto acomodándose dentro del vientre, es un codazo cordial. Jamás un color llega para acallar la voz del vecino.
Pero veamos cómo narra el mismo Gárgano el comportamiento del color, en una maravillosa entrevista realizada por Liliana Heer en 2005, publicada en el Nº 9 de la revista La Pecera: “Un cuadro siempre en todo su recorrido debe tener la misma tensión expresiva, más allá de que haya zonas más o menos violentas, más o menos destacadas o protagónicas. No hay sirvientes en pintura, es decir nadie sacrifica lo más propio de su subjetividad en función de soluciones de compromiso con el otro, ningún sector cede un poco de su vitalidad para que pueda expresarse mejor otro sector”. Si en las pinturas de los ‘80 veíamos un Gárgano más tenebroso, basta recordar obras como Cuelgan (1986), Espera (1985) o Depósito (1985), aquel dramatismo con reminiscencias de Gutiérrez Solana y Goya fue cediendo paso a los colores fulgurantes (no sería exagerado decir flamígeros) y dejando de lado los espacios claustrofóbicos. Aun así, ese antiguo tenor carbónico sigue ensombreciendo algunos colores. En Estigia, el rojo central pierde estridencia para transformarse en el rojo de la sangre seca. Si los espacios de encierro eran antes señalados por una insinuación de alambrado o una habitación sellada, ahora el encierro parece producirse al aire libre, por un exceso de información gestual, un traffic jam cromático.
Que Gárgano haya estado preso durante la dictadura resulta un dato atractivo para cimentar el aura del artista sufriente, incluso darle un sesgo promocional. Pero lo cierto es que su obra, aunque haya tenido allí su nacimiento, trasciende por mucho (y no sólo por las décadas transcurridas desde el suceso) esas circunstancias particulares. Sería una mirada corta condicionar la lectura de sus pinturas a ese período de su vida. Por suerte, si llegáramos a caer en la tentación de convertirlo en mártir, guiados por una especie de facilismo político, ahí está su obra, profundamente plástica, intensamente comprometida con los riesgos de la pintura, para echar por tierra cualquier reduccionismo. Gárgano no sólo se destaca como pintor. Sus escritos demuestran inteligencia y valentía. En una nota titulada “¡Por Dios!”, publicada en Radar el 18 de septiembre de 2005, se atrevía a rebatir, punto por punto, con argumentos sólidos y un fino sentido del humor, las diatribas de León Ferrari contra el arte occidental y cristiano.
Dice Gárgano: “Un gris efectivamente, ópticamente, puede ser el sostén de cualquier otro color, pero nunca es eso lo que nos importa en pintura. Se trata de que nuestra actitud, aun en los grises, no es neutra. Las cosas funcionan o no y lo que no funciona, resta; todo trazo que no lleva el latido propio, empieza a ablandar la obra”. Si el arte comprometido existe, la primera batalla debe librarse en la tela. Si no, se convierte en mero estandarte, en superficie inocua.
Germán Gárgano. Hasta el 17 de agosto en la UCA - Pabellón de las Bellas Artes. Av. Alicia Moreau de Justo 1300, PB.
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