Domingo, 3 de agosto de 2014 | Hoy
DANZA En su nueva pieza, Juan Onofri Barbato junto a KM29 –su grupo de bailarines de Capital y González Catán– se adentra en el interior de los cuerpos y el origen de todo movimiento: la membrana que recubre el sistema nervioso, llamada precisamente como su obra. Bella y conceptual, Duramadre también es una reflexión sobre cómo los individuos pueden asociarse en un movimiento colectivo, un nuevo y colorido tejido social.
Por Mercedes Halfon
La historia del Grupo KM29 es larga como una ruta argentina. Se inició en un taller de entrenamiento físico para varones que el coreógrafo Juan Onofri Barbato armó en el Centro de Día Casa Joven La Salle, de González Catán. Ese chico que venía del sur, que se había destacado en la escuela de danza del Teatro San Martín y había hecho obras elogiadas y prometedoras en el circuito de la danza independiente siendo muy joven, de pronto había escapado de la senda de lo predecible, yéndose a buscar otros compañeros de ruta. Así fue que empezó a entrenar a adolescentes del más golpeado conurbano bonaerense, sin ninguna experiencia en danza contemporánea. Y rápidamente, las energías que ahí se jugaban, la posibilidad para unos y otros de abrirse a una experiencia transformadora, hizo que ese espacio se consolidara y convirtiera en un caldo de cultivo singular y poderoso para la creación. Así nació Los posibles, la inmensa primera obra del grupo, que se estrenó en el Teatro Argentino de La Plata y fue un acontecimiento. Todos tuvieron algo para decir de esta pieza, donde los cuerpos que aparecían sobre el escenario eran radicalmente otros: chicos morochos, rapaditos, tatuados, haciendo temblar el espacio helado, con movimientos hipnóticos, lentísimos o muy acelerados, con aires de breakdance y hip-hop, una danza que los hacía más visibles que nunca.
Como es sabido, además del nombre de este particular grupo, Km 29 es un lugar –¿o no lugar?–, un álgido punto geográfico en el tercer cordón del conurbano. Onofri Barbato cuenta sobre ese enclave y sus connotaciones sobre la danza del grupo: “Es un punto crucial de la Ruta 3, donde se cruza con muchas otras. El Km 29 es como Constitución, pero en provincia. Hay de todo: laburantes, dealers, travestis, colectivos, autos. Mucho caos, ruido, tránsito. Es una terminal desprotegida, precaria y caótica, la conexión obligada de miles de personas de día y una zona liberada de noche. Para los integrantes de este grupo también es un punto inevitable de encuentro, partida y divergencia, porque vincula dos extremos culturales que a priori son incompatibles, González Catán y la Capital, que es donde nosotros nos repartimos. Esto constituye al punto Km 29, como un espacio entre. Ahí caben las experiencias, prejuicios, vulnerabilidades y expectativas del grupo”. Toda esta idea de diversidad puesta a convivir, a multiplicar y sintetizar, tiene mucho que ver con la nueva pieza que estrenan. Después de algunas funciones en el Centro Cultural San Martín, Duramadre se podrá ver en el teatro Portón de Sánchez, una de las salas del circuito alternativo que se especializa en danza contemporánea.
Cuatro años pasaron de Los posibles, que llegó incluso a convertirse en videofilme de la mano de Santiago Mitre. Por eso, esta obra no sólo es una nueva entrega del Grupo KM29, sino la confirmación de que el proyecto era algo más que un capricho de un director altruista, o el berretín ocasional de un grupo de adolescentes del conurbano. “Ha habido cambios, obviamente, generalmente ligados a las madurez individual que cada uno de nosotros fue desarrollando dentro y fuera del grupo. Claro que en los adolescentes, hoy ya adultos, estas transformaciones han sido gigantes, por ejemplo tienen barba, y yo comencé a quedarme pelado”, bromea Juan Onofri Barbato. “Algunos comenzaron a trabajar en cine como actores, a dar clases de danza en zonas periféricas de la ciudad. En esta sintonía, los pibes se volvieron profesionales y en los procesos de trabajo en Duramadre se emparejaron mucho entre los que a priori tenían más experiencia y los que no. Eso ha potenciado la calidad y capacidad de nuestro trabajo juntos.”
¿Qué quisieron investigar con el grupo en esta nueva obra? ¿De dónde partieron?
–Cuando iniciamos conscientemente el proceso de búsqueda de materiales para esta pieza, estábamos en el pleno invierno del 2012, que en nuestro estudio de González Catán sin ningún sistema de calefacción y a las primeras horas de la mañana, se volvía muy áspero. Esta condición climática innegociable determinó nuestro proceso de ensayos y en las planificaciones que me tocaban elaborar tenía que tener en cuenta esta realidad. Por eso comencé a diseñar trabajos físicos intensos, aeróbicos, de potencia y resistencia, para lograr que el cuerpo entrara en calor lo antes posible. El tema era que no podíamos bajar demasiado de este punto porque nos enfriábamos durante la actividad, a riesgo de enfermarnos o lesionarnos o simplemente distanciarnos del trabajo. Entonces, fui notando la necesidad de armar un trabajo de concentración, acumulación, resistencia y la resultante generación de estados físicos de este proceso, que en la repetición comenzaron a ser como pequeños rituales mágicos en las mañanas del conurbano.
La obra se inicia con seis bailarines desperdigados por el espacio que se mueven como si estuvieran atravesados por alguna clase de temblor geológico que en cada uno produce un efecto diferente. Como una deforme estrella de seis puntas, estos chicos van titilando y desplazándose sutilmente por el espacio. Hay algo caleidoscópico en esta primera parte, en la que el movimiento grupal se da lentamente, armando figuras por la distancia que media entre los individuos. Vestidos con ropa de calle, sus movimientos dialogan a su vez con extraños sonidos electroacústicos, ruidismo. Arriba del escenario se ve a Nicolás Varchausky, compositor y responsable de ejecutar en vivo las consolas. Es que así como este músico, Duramandre aúna otras voluntades artísticas igual de claves en la construcción del delicado resultado final: Marina Sarmiento, como coreógrafa asociada; y Matías Sendón –el iluminador más requerido del teatro independiente– armó una puesta de luces abigarrada y cenital que construye una visualidad homogénea, a la que cada tanto atraviesa literalmente un rayo.
¿Quiénes están arriba del escenario en esta segunda pieza? Alfonso Barón, que además de bailarín fue rugbier durante años; Pablo Kun Castro, que es tricker, acróbata, artista marcial; Daniel Leguizamón, Jonathan Da Rosa y Lucas Araujo, que vienen de Los posibles, y Amparo González Sola, que como su apellido indica es por el momento la única chica que integra el grupo arriba del escenario.
Hay que saber que Duramadre como título –pese a su apariencia poética– nos lleva a unos terrenos particulares: la neurofisiología. Desde ahí nos adentramos en el núcleo conceptual de la obra. La duramadre es la membrana que recubre el sistema nervioso central. Como si en esta nueva obra el grupo se hubiera puesto a pensar y hacerse las preguntas ontológicas de la danza ¿Qué es un cuerpo? ¿Por qué se mueve? “Los primeros conceptos que ingresaron tuvieron que ver con distinguir en el cuerpo los tejidos blandos, de los duros. Los huesos, de la carne. Los músculos, de la fascia. Y la fascia, de la piel. Con estas distinciones buscábamos entender y entrenar al cuerpo como un sistema indivisible de tejidos en conexión y relación, un conductor de todos los rangos de vibraciones imaginables. El cuerpo como un gran resonador, una membrana que vibra para vivir.”
Pasados unos cuantos meses de ensayo y experimentación, empezó a aparecer esa magia indescriptible que generan los cuerpos cuando se relacionan, se pesan, se mueven, se emocionan, se atraviesan desde sus propias vibraciones, desde las emisiones internas de cada cuerpo, y logran afectarse recíprocamente, en una red de resonancias grupales, tan autoequilibrada como caótica. Eso es algo de lo que se percibe mirando Duramadre.
Promediando la obra, los cuerpos desperdigados empiezan a unirse y generar pequeños circuitos de movimientos compartidos. En ese constante ir y venir en el piso las secuencias empiezan a ganar potencia. Los cuerpos se unen por sus brazos y sus remeras, como eslabones de un collar tironeado, a punto de romperse. Si lo que antes circulaba entre ellos era una energía, un temblor atmosférico, ahora eso se vuelve muy material: un tejido hecho entre todos. Complejo, colorido, a la vez frágil y potente. Y de pronto hasta el aire se vuelve sonoro, con la aparición –con gorrita y anteojos gruesos– del músico, que como un demiurgo, o como cuando Mickey Mouse dirigía el universo en Fantasía, empieza a hacer sonidos electrónicos con su propio cuerpo.
En la obra se ve mucho la idea de grupo como un tejido, algo que hace pensar en una idea del cuerpo social y la necesidad de que ese intercambio se produzca fuera del escenario.
–El foco estuvo en comprender y profundizar en las estructuras internas del cuerpo en forma individual y personal. Cuando esta instancia se afianzó, comenzamos a intentar llevar esta concepción a estructuras grupales, arquitecturas compartidas. Entendiendo al cuerpo como una gran membrana, compuesta por redes de relaciones, nos preguntamos si sería posible construir un cuerpo entre varios cuerpos, un cuerpo compartido. A través de estos principios también estamos metaforizando sobre las relaciones humanas y los tejidos sociales, a sabiendas de que somos un grupo que en su historia y producción artística estamos fuertemente interpelados por esto.
En ese círculo virtuoso reside la potencia de Duramadre. Un trabajo sobre la realidad, que va hacia la creación de un objeto artístico y luego, otra vez retorna al terreno de las cosas. Volvemos a pensar en el modo en que el arte puede afectar la realidad. Después de ver esta obra, donde la dimensión ideológica aflora sin menoscabar la potencia visual, la belleza del tejido que los cuerpos hacen, muchas preguntas encuentran su respuesta.
KM29 presenta Duramadre los viernes a las 21 en el teatro Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034. Entrada: $100.
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