Domingo, 1 de febrero de 2015 | Hoy
Papá había conocido a Carson McCullers durante la guerra cuando estuvo visitando Nueva York. Ella ya estaba muy frágil: había sobrevivido a varios accidentes cerebrovasculares antes de cumplir cuarenta años. Veinte años después, papá y Ray Stark decidieron hacer su novela Reflejos en un ojo dorado y en septiembre de 1966, después de que Carson leyera el guión, papá fue a su casa en Nyack, Nueva York, a conversarlo con ella. Mientras estaban sentados tomando sorbos de bourbon, papá repentinamente invitó a Carson a nuestra casa en Irlanda, St. Clerans, y ni por un instante creyó que ella fuese a aceptar. Pero ella le dijo que vendría de visita el siguiente febrero, cuando estuviera listo el rodaje de Reflejos. Papá fue a buscar a Carson al aeropuerto Shannon con una ambulancia; estaba junto a su devota compañera Ida Reeder, una mujer negra muy alegre y muy dulce. Cuando llegaron a St. Clerans, Carson pidió un tour. Su camilla fue trasladada de habitación en habitación mientras ella hacía preguntas sobre la historia de cada objeto y la procedencia de cada pintura. Cuando la acomodaron en una cama de hospital en la Habitación Gris, la cabeza de Carson era apenas una pequeña calavera sobre las sábanas; era mitad muñeca, mitad ratón, sus hombros transparentes se derretían sobre las almohadas. No había una forma de cuerpo discernible bajo las sábanas, salvo por su delicada mano, blanca como porcelana, que se aferraba a una copa de plata. Mi hermano Tony y yo nos paramos al lado de su cama y ella nos absorbía con sus ojos enormes, como papel secante. Durante el resto de su visita nunca dejó la Habitación Gris. Pronto se marchó como había llegado, en ambulancia. Murió pocos meses después y le dejó la taza de plata a mi padre. Antes de morir le había mandado grabar: “John Love Carson 1967”.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.