Domingo, 15 de febrero de 2015 | Hoy
Por Mariano Kairuz
El mes pasado, en la entrega de los Globo de Oro de la que Amy Adams se fue con uno por su interpretación de Margaret Keane, las extraordinarias presentadoras Tina Fey y Amy Poehler bromearon acerca de que había, presente en la sala, un Keane “vivo”. Ahí estaba, entre la concurrencia de celebridades, Emma Stone con sus enormes faros con pestañas, y es verdad: por momentos la actriz de las últimas dos películas de Woody Allen parece una niña (crecida) pintada por Keane. Pero lo más divertido fue el remate de Fey y Poehler: “Es cute (lindo) ... y creepy (espeluznante)”. Y cute & creepy, esa no necesariamente contradictoria pero sugestiva combinación de emociones, es justamente lo que inspiran las pinturas de Margaret Keane, ese misterio insondable en los ojos desproporcionados de sus criaturas que pueden sugerir alternativamente tristeza, melancolía, alienación, cierto carácter sobrenatural, o todo eso junto. Un tipo de material que, cuando apareció en los años 50 y 60 y fue popularizado por Walter Keane –el villano carismático de la historia real que cuenta Big Eyes– no era tan común, y fue por lo tanto recibido por la crítica con la pregunta: “¿Esto es arte?”, cuando no sencillamente con la impugnación de que “¡Esto no es arte!”. Es decir, como cosa kitsch, como expresión de mal gusto. Hoy, sin dejar de ser aquellas cosas, el kitsch, el mal gusto, y el pop lindo y espeluznante ocupan un nicho legitimado del mercado, un espacio comercial muy redituable. El cute & creepy de diseño, perfecto para decorar mochilas, tazas de café, remeras, pósters, lo que sea.
De algún modo, ese tipo de diseño estilizadísimo, con componentes “bonitos” e “inquietantes” es también el universo en el que se coronó Tim Burton como uno de los emperadores de la cultura pop a lo largo de los últimos treinta años, haciendo versiones “cute” de los creepy monstruos clásicos de la Universal, desde su corto juvenil Frankenweenie, a sus primeros largos (La gran aventura de Pee Wee; Beetlejuice, Batman, El joven manos de tijera) y más acá, consolidando y compendiando su estilo en sus propios libros (La melancólica muerte del chico Ostra), sus films animados con muñecos (El extraño mundo de Jack, El cadáver de la novia) y hasta, cuatro años atrás, su propia muestra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que tuvo una altísima convocatoria de público, pero de la que muchos críticos salieron estupefactos, preguntándose, una vez más, si eso era arte o impugnando sencillamente: ¡Esto no es arte! En cualquier caso, la propuesta de abrazar la oscuridad interior y el miedo al más allá, la combinación de espanto y encanto, se convirtió en la muy vendedora marca Burton.
Por eso es que cuando se anunció que Burton filmaría Big Eyes pareció lo más natural del mundo: por la afinidad natural que parece haber entre el cute & creepy de las nenas de Margaret Keane, y los diseños y firuletes espinosos del cineasta. Y a eso mismo se habrá debido que cuando la película finalmente se estrenó –a fines del año pasado en Estados Unidos, a tiempo para la temporada de premios; dentro de un par de semanas acá– decepcionó a unos cuantos críticos: por adoptar un asunto, esencialmente burtoniano, y no ser suficientemente burtonesca. Mientras que algunos otros críticos celebraron justamente eso: que Burton fuera esta vez un poco menos Burton.
Es cierto que Big Eyes es un poco menos burtonesca de lo esperable: no hay una inmersión psicodélica en la psiquis detrás de esos ojos enormes; ni secuencias oníricas (hay una de cierto poder alucinatorio) ni una explotación en 3D de esas pinturas que proponen profundidad y relieves. Pero si se la pone un poco en perspectiva, sñolo es menos burtonesca que algunas de sus últimas películas, superproducciones afectadas de gigantismo y una superabundancia de estilo, si eso es posible. El caso más extremo fue el de Alicia en el País de las Maravillas, la bastante menos que maravillosa adaptación libre del libro de Carroll, que por momentos parece un mero trámite de “burtonización” del cuento conocido, como si la marca Burton no fuera ya sino eso, un estilo gráfico pasible de ser replicado por otros, y su firma como director del proyecto no hubiera sido más que una suerte de joint-venture, una sociedad comercial entre Disney y Tim Burton donde éste aporta su nombre y unos garabatos, y alguien más se hubiera encargado de burtonizar las imágenes. No es ninguna sorpresa enterarnos hoy de que Burton estuvo a punto de dirigir Maléfica, el film de Angelina Jolie para Disney: visualmente, la película tiene muchas de sus marcas, pero lo cierto es que el estudio pudo perfectamente ahorrarse al autor famoso (dirigió el diseñador de producción de Alicia, y experto en efectos especiales, Robert Stromberg) y simplemente quedarse con el molde.
Pero en todo caso Big Eyes es sólo menos obviamente burtonesca, pero es posible encontrar las ostensibles recurrencias respecto de su filmografía retrotrayéndonos a sus comienzos. Big Eyes arranca a principios de los años ’50 con Keane (Adams) escapando en su auto con su hija y unos cuadros en el baúl de su primer marido. Lo que llegamos a ver de la California del Norte que deja atrás es el pueblo de casas bajas, la geométrica postal suburbana de colores pastel que recuerda mucho a la aterradoramente plácida y soleada Florida de El joven manos de tijera, la película en la que Burton plasmó tempranamente algunas de sus obsesiones más personales. “Ni siquiera las películas de terror que más me impresionaron, jamás me provocaron pesadillas. Lo que de verdad me aterra es la vida real, mi propia familia –contó Burton más de una vez–. Creo que sería mucho más pesadillesco que alguien me dijera que es hora de ir al colegio o de tomar mi desayuno. Me despertaba empapado en sudor frío por cuestiones como ésas.” La vida real a la que se refiere Burton es la de esa infancia en Burbank, California. “¿Sabés qué es de verdad aterrador cuando sos chico? Escuchar a tus parientes llegar a casa y golpear los muebles porque están borrachos. Eso, y no los monstruos.”
“La gente compra arte porque el arte la conmueve”, dice Margaret en una escena de Big Eyes, a lo que Walter le responde acusándola de naïve –“Vivís en el país de las hadas”, le dice–; ofreciendo otra de las claves que conecta éste con los otros films de Burton: el marco del cuento infantil, que el director desplegó de manera especialmente evidente en El joven manos de tijera y El gran pez, siempre reconociendo la matriz tenebrosa del género. Las referencias aparecen en pequeños detalles, como la escena en que Margaret pinta a Humpty Dumpty en una cuna, pero fundamentalmente en toda la parte del film que relata el encierro de la artista en la enorme, soleada y vidriada mansión californiana en la que Walter la pone a trabajar a destajo cuando sus cuadros se venden masivamente. En estas secuencias se ha interpretado una versión actualizada de la doncella encarcelada, atrapada en una torre (de cristal) por un oscuro brujo con poderes encantatorios. Una de las dos canciones que aporta Lana del Rey a la banda de sonido de la película, particularmente “I Can Fly”, vuelca en letras bastante explícitas –y un sonido alucinatorio, la voz cute and creepy, que demuestra que hoy esta chica puede ser tan afin a Burton como Siouxie veinte años atrás– el carácter alegórico, de fairy tale, de todo el asunto.
Lo otro que devuelve a Burton al terreno de sus inicios es el presupuesto de Big Eyes: ésta es su película menos cara desde su opera prima, La gran aventura de Pee Wee, e indexando los costos de aquella producción de los ’80, puede decirse que, a algo más de 15 millones de dólares, Big Eyes es la película más barata de su carrera. Eso limitó muchas de las elecciones creativas de Burton, desde el mismo hecho de no hacerla en fílmico sino en digital, o la notable escasez de efectos visuales. A pesar de contar con el apoyo de los Weinstein y de los nombres involucrados, Big Eyes es lo que hoy en Hollywood se considera una película independiente, una cosa chiquita y con un prospecto comercial limitado, que durante años nadie quiso financiar. El proyecto iba a ser dirigido originalmente por sus guionistas Scott Alexander y Larry Karaszewski, la dupla detrás de Ed Wood, así como de varios de los biopics más interesantes (en un género por lo general cuadrado y chato), como El mundo de Andy (Man on the Moon, sobre Andy Kaufman) y Larry Flint: el nombre del escándalo (sobre el fundador de la revista Hustler). Esto fue hace más de diez años; hablaron con Margaret Keane, le compraron los derechos de su historia, escribieron el guión sin un productor que los avalara, y salieron a buscar el dinero. Mientras tanto, Burton –sin saber de la existencia de este guión–, conoció a Keane en los ’90, con cuya obra se había familiarizado desde chico. “Me crié en una familia en la que no habia arte. Lo que había era esto, que estaba por todos lados, y yo lo encontraba interesante justamente porque me resultaban perturbadoras. Era algo así como ‘¿Por qué es que tenés el cuadro de una niña llorando en la pared?’”. Cuando, con los años, Burton conoció algo más sobre su historia, se sintió identificado con “la polarización que provocaba la obra de Keane: alguna gente la amaba y otra la odiaba. Yo he experimentado eso mismo”, dijo, refiriéndose no sólo a sus primeras películas sino a la manera en que fue recibida la exposición que el MOMA le dedicó en 2010. “Algunos dijeron: ¿qué es esta mierda? ¿Qué hace en el Museo de Arte Moderno? Pero yo soy parte de la generación que se formó con la televisión y en mi ADN hay un gran porcentaje de lo que hoy se considera kitsch. Cuando me preguntan si me gustan las pinturas de Margaret, yo digo: ‘gustar es una palabra rara’. Más bien me fascina, porque tiene esa combinación de sensaciones, inspira ternura y perturba a la vez. ¿Y quién puede decir qué es bueno y qué malo? Es una línea muy fina la que separa ambas cosas, y eso es lo que me encanta de Ed Wood y su obra, y de Margaret”.
Y no fue hasta que Burton mismo asumió la capitanía del asunto, aceptando dirigirlo, y tras un par de cambios de reparto (iban a ser Kate Hudson y Thomas Haden Church, luego Reese Witherspoon y Ryan Reynolds) y cuando apareció Waltz –que venía de ganarse dos Oscar por su trabajo con Tarantino– finalmente apareció el dinero. Era poco, pero suficiente para un tipo de película, después de hacer Charlie, Alicia, y de casi hacer Maléfica, más pequeña, más intima. “Y eso fue parte de lo que me gustó del proyecto –dice Burton–; que implicaba reconectarme con el modo de hacer las cosas rápido, moviéndonos de un lado a otro en un mismo día, sin tener que lidiar con cosas tales como un arreglo comercial con McDonald’s o lo que fuera. Reconectarme con aquello que me gustaba de hacer películas en un principio.”
La película tuvo el visto bueno de Margaret, que está de acuerdo con que se reconozca que ella no fue del todo una víctima, que participó hasta cierto punto del engaño, y que, quizá, si no fuera por el carisma –peligroso pero avasallante– de Walter, sus pinturas jamás hubieran alcanzado los niveles de popularidad que tuvieron y tienen aun hoy.
Ahora, sus guionistas se aprestan a estrenar otro biopic –una miniserie televisiva sobre el caso O. J. Simpson, con dirección de Ryan Murphy–, mientras esperan que alguien les compre sus guiones sobre Ripley (el de “Créase o no”), los hermanos Marx o los Village People. Y Burton se apresta a zambullirse de nuevo, de cabeza, en el universo de cuentos de hadas y monstruos, el pantano en el que se siente más a gusto, con la adaptación de la novela Miss Petigrew’s Home For Peculiar Children, con Eva Green (belleza y temeridad perfectamente burtonescas), Asa Butterfield (el nene de Hugo); niños, casas antiguas, fantasmas, terror y fascinación. Ojos bien abiertos –solo le falta trabajar con Emma Stone, no está muy claro cómo no lo hizo hasta ahora– y enormes suministros de cute and creepy.
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