Domingo, 8 de marzo de 2015 | Hoy
Por Horacio del Prado
Siempre que leo algo sobre historia del arte me acuerdo de Calé, mi viejo, el dibujante, y de Alejandro del Prado, mi hermano, el músico. No importa sobre qué época esté leyendo, ni a qué autor. Se me imponen como imagen, como referencia. Walter Benjamin, por ejemplo. Cuando leo aquellas cosas famosas que escribió sobre el aura y sobre el valor de exhibición y el valor de culto de las obras, me digo: Claro, mi viejo era un creador de culto. No es que no haya tenido obra de exhibición, porque publicaba sus páginas de Buenos Aires en Camiseta en la Rico Tipo de Divito, que vendía centenares de miles de ejemplares por semana en la década del ’50 y además se han hecho films sobre él, exposiciones, y él mismo escribió guiones de TV, entre otras cosas. También mi hermano graba sus discos, hizo sus músicas de TV o de cine y cada tanto abandona la caverna de Altamira y concurre a un reportaje. Pero lo que los define, creo yo, esa cosa rara que irradian sus trabajos es, por el contrario, el sentido de culto con que viven su misión. La creencia que comparten en que hay un artista en el barrio, o en la familia, igual que hay un médico, un remisero de confianza o un plomero que sabe y no es carero.
La imagen cumbre que en este sentido tengo de mi viejo y sus pinceles es bien de un aquí y ahora del aura: la fila de pibes del barrio en Carnaval, esperando que “Don Calé” los pinte como indios sioux y que lo haga responsablemente, además, seriamente preocupado por el resultado final. Don Calé, que tiene 33 años, 34, emplea horas en pintarlos a todos y a cada uno distinto. Con témpera y a veces copiando del cuaderno en que pega los recortes con las fotos que usa de modelos. Con témpera, que cuesta cara y muchas veces no puede comprar (Benjamin también está contra el mercantilismo en este campo) al punto de que cuando a semejante dibujante se le termina la tinta china, tiene que esperar al día siguiente para echarle agua hirviendo a la cáscara interior del frasquito reseco y vacío, para pasar aunque sea en tinta acuosa la página que llevará a la redacción en el centro, viajando en trolebús con la cartulina enrollada. Y con témpera quiere decir, para colmo, que en épocas de Carnaval con bombitas de agua, pomos y baldazos, se pone en riesgo mortal la perdurabilidad de la intervención.
Las de mi hermano están muy cerca. Varios años después de aquel carnaval, lo veo en el número 2679 del pasaje Espronceda, brindando una serenata a pedido. Juan Carlos Ferraro, “Piluso”, un compañero del barrio, del potrero y de la escuela, ha elegido esa forma de declararse a su novia. Alejandro, que tiene 19, 20 años, ensayó los temas varios días. Y salen bien. Unas vecinas lloran. Una pareja baila. La chica no puede resistirse, da el sí desde lo alto. Piluso no sabe cómo agradecerlo, está en las nubes, la chica es suya. Son los novios de Verona, Alejandro es Alberto Castillo, Cupido, Il Trovatore, y todo eso es el arte. Un camino. Una elección. Una cueva de Altamira en que se toca a escondidas el guitarrón que Alfredo Zitarrosa le regaló al terminar su exilio mexicano, o en la que se toma un mate recordando la visita con Alfredo a Chabuca en Lima, cuando el gran yorugua sentimental lloraba tanto al escucharla que se le hizo un charco en el piso y la gran poeta de “La flor de la canela” tuvo que secarlo con una servilleta para que no se le salpicaran los zapatos. Una caverna de la que se sale en secreto para ir al barrio del padre Leoncio a cantar para los chicos del colegio, como en años fules se salía para aportar a la recaudación de fondos en una campaña en la villa, o apoyar a un concejal del que no se volverá a tener noticias el día que eche buena.
Por eso es que cuando leo a Walter Benjamin me acuerdo de estas cosas. Porque si Benjamin dice que el aura es “la aparición única de una lejanía por más cercana que parezca estar”, ¿cómo voy a hacer para no pensar en estos dos?
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