› Por Paula Pérez Alonso
Tengo una foto de Antonio Dal Masetto muy joven, aquella que se usó para la tapa de Siete de oro, su novela de aventuras en el sur, a lo beat, que publicó Planeta. Juan Forn, director editorial, y Mario Blanco, diseñador, tuvieron que convencerlo al Tano para que esa foto fuera la tapa. Cuando el libro empezó a circular en esta edición definitiva de Biblioteca del Sur y vio el impacto que generaba ese joven que mira a cámara con expresión seria, tímida y soñadora y usa una legendaria campera de cuero, se terminó de convencer y se alegró. Con el mismo Dal Masetto en tapa, el joven que iniciaba el viaje, sin filtros ni afeites, el efecto de verdad que irradiaba era lo que la novela prometía: una experiencia fuerte de lectura. Cuando hablábamos de la famosa colección Biblioteca del Sur, en ese momento y muchos años después, había una coincidencia total en que Dal Masetto era su máximo exponente, su expresión más pura. Un narrador como pocos en la literatura argentina. Mercedes Güiraldes, editora de Emecé, recuerda cómo en el año en que salió Oscuramente fuerte es la vida, el stand de Planeta en la Feria del Libro (en aquella época en el Salón de Exposiciones al lado de la Facultad de Derecho) era todo blanco, minimalista, varios ejemplares de los libros más conspicuos de la serie se replicaban a lo largo de los estantes, en muy primer plano. Dal Masetto ahí, en el medio del “Pasen y vean”, ocupaba un lugar central con un claim muy marketinero: “Un duro en la Feria”. Tal vez la cara curtida, la campera de cuero y su fuerza narrativa podían emparentarlo con Norman Mailer en una cruza con Kerouac, pero si uno se acercaba un poco más sabía que el Tano no tenía nada de duro ni de belicoso o de hablador. Lo cierto es que vendía sin parar. Para esa nueva edición de Siete de oro, Soriano escribió un blurb en el que hace un paralelo con Scott Fitzgerald porque “aunque pertenecían a sociedades y épocas distintas, ambos habían pintado la desilusión apenas encubierta de una generación que pronto sería devorada por el escepticismo o por la guerra”. Puedo asociar a Dal Masetto a Scott también porque los dos eran lo que los norteamericanos llaman “un natural”. Escribía sin esfuerzo, sin pretenciosidades, alambicamientos, afectaciones, lo que a él le gustaba leer. En la mayoría de sus novelas y cuentos, el viaje es el gran disparador. El viaje como motor, una infinita máquina de narrar, alberga la ilusión de la búsqueda de la identidad, y en la persistencia de esta búsqueda resuenan ecos de Herman Hesse, un olvidado. Sin embargo, la potencia mayor de Dal Masetto no está en la idea, en la historia, sino en la línea de la narración, es una línea de sombra que va llevando y llenando el relato con la mano certera y sabia. Uno puede estar más o menos interesado en la historia pero es esa línea nítida, que también proyecta su sombra lo que lleva la escritura firme hasta el final. Le gustaba construir desde su conocimiento personal –era un gran armador–. El tono siempre austero y melancólico, apasionado. Como buen solitario, para él la escritura era una actividad privada, sin testigos, y no hablaba con nadie de lo que estaba haciendo hasta que el trabajo no estuviera terminado.
Publicó quince novelas, seis libros de cuentos, decenas de crónicas. Tengo otras dos fotos del Tano cerca de sus sesenta, con mirada sonriente, cálida, todavía soñadora. El Tano se reía para adentro. Además de su talento como escritor, los que lo conocimos no podremos olvidar una condición innegable: fue muy querido. Era fácil querer al Tano, un tipo que no conoció la envidia ni el resentimiento. Seguía escribiendo, como quien ejerce un arte o un oficio del que no espera la gloria.
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