› Por Eduardo Berti
Corría 1983 o 1984, quería hacer un taller de escritura y encontré un aviso en El Porteño. Conocía el nombre que aparecía ahí porque tenía todos los números de Eco Contemporáneo, la revista que fundaron Miguel Grinberg y el Tano Dal Masetto en los 60. Cuando vi este nombre en el aviso, no dudé. Me dije: Aunque sea, voy a conocer a un tipo que hacía esa revista, que habló con Gombrowicz... Lo llamé por teléfono y fui a la casa. El vivía en el Bajo. Cuando llegué, me preguntó por qué lo había elegido. No supe bien qué contestar y le hablé de Eco Contemporáneo. El me había pedido que llevara textos míos, se puso a leerlos y me dio Siete de oro, su primera novela. Era una situación muy desigual: yo leía a Dal Masetto y él leía unos cuentos míos que eran horribles.
Durante dos años, hice taller con el Tano todos los viernes a la tarde, en su casa. A veces estaba solo, a veces había alguien más. El no tenía un método muy “científico” para el taller. Era un tipo muy simple y bastante parco. Y su taller era demoledoramente simple. Por ejemplo, te leía un verso de Montale o de Ungaretti y decía: “Seguilo, dale”. Eso me sirvió muchísimo. Y, además, era un lector implacable. Recuerdo cómo combatía los lugares comunes y las complicaciones sin sentido y cómo criticaba los golpes de efecto. Por entonces yo estaba interesándome en la literatura italiana y él terminó de avivar esa pasión haciéndome leer a Pavese o a Elio Vittorini.
Aprendí mucho con el Tano. De lo poco que él decía, de la simpleza con la que abordaba todo, de sus métodos. Un día me explicó el método de la caja de zapatos: había ido juntando papelitos con partes que le gustaban de lo que escribía y armó la compaginación final sumando los fragmentos a medida que salían de la caja. Esos métodos medio lúdicos, que iban contra toda idea romántica de “inspiración”, fueron muy estimulantes para mí.
Siempre me admiró que el Tano fuese tan sutil como lector y escritor pese a que no había nacido en lengua española. Seguimos en contacto unos años, aunque nos veíamos cada vez menos. A diferencia de Soriano o Briante, él casi nunca iba a la redacción de Página/12, supongo que por su forma tan discreta de ser.
A principios de los 90, le comenté que quería armar un libro. Le llevé varios cuentos, se tomó el trabajo de leerlos, me llamó y fui de nuevo a su casa. Siempre ahí, en el Bajo. Como él no adornaba las cosas, me marcó lo que realmente le gustaba y lo que no. Y dijo: “Mirá, acá hay un libro que se está empezando a construir, pero no está terminado”. Siempre daba ese consejo: que no nos apuráramos a publicar, que lo que había que hacer era escribir, que para lo demás había tiempo.
El año pasado, antes de que se entregaran los Premios Konex, descubrí que compartía terna con el Tano. Me dio mucha alegría y también mucha vergüenza aparecer ahí, al lado de mi maestro.
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