› Por Claudio Zeiger
En los párrafos finales de su secreta, mítica e iniciática Siete de oro, el narrador que era Dal Masetto hace girar la escena reveladora de una verdad módica pero firme alrededor de la fogata que unos muchachos encienden casi a la salida del pueblo, allá en el sur, el sur profundo del país. Chicos y chicas se sientan en círculo alrededor de la fogata. Son los años sesenta avanzados. “Las llamas daban una seriedad irreal a esas figuras. De vez en cuando alguien echaba una rama al fuego, con un movimiento lento que la noche agrandaba. Sentí ganas de acercarme y sentarme entre ellos. Me hubiese gustado preguntarles sus nombres, decirles quién era yo. Uno comenzó a cantar. Era una voz áspera, pero firme. Pude adivinarla pese al fragor del lago. Los otros hicieron coro (...) Me abracé a una roca y mantuve los ojos fijos en esas imágenes. Una vez más me dije que a lo largo de mi vida no había habido más que un desfilar de nombres anónimos. Y me dije también que esa noche estaba más cerca de esas sombras avivadas por las llamas de lo que lo había estado nunca de nadie.” Después, dice el narrador, los muchachos desaparecieron y el fuego se apagó. Y se termina la novela, aunque “quedaron chispas girando sobre las piedras”.
Años después, en la novela que sigue, ya desde el título el fuego se reaviva con todo, y en el comienzo, el narrador, que sigue siendo Dal Masetto pero con el peso de los años terribles pasados en el medio, señala que “alrededor ocurrían cosas. Me enteraba por la primera plana de los diarios, por las charlas en las mesas cercanas. Pero yo tenía mi propia cosa. Me la llevaba a la cama, al baño, a todas partes. Días densos, llenos de furia y gusto a nada. Imaginaba incendios. Fuegos fastuosos donde todo capitulaba y desaparecía. Por la noche y a menudo durante el día, las persianas bajas y el velador prendido, fumaba sin parar durante horas, dejaba que la pieza se llenara de humo y que los puchos se consumieran en el cenicero. Los miraba gastarse, sin pensar. En mi cabeza, aparentemente, no había otras presencias vivas que esas brasas humeantes. Así era mi vida durante ese verano”, se lee en el primer, impactante capítulo de Fuego a discreción, la novela aparecida en el 83.
De las fogatas a los grandes incendios y de esos fuegos fastuosos a las brasas más íntimas, en estos dos libros, se me ocurre pensar, Antonio Dal Masetto fijó un estilo que más que estilo es un tono y que entre uno y otro es, fue, una posición. Posición narrativa, de escritura, en primera instancia, y también posición literaria, y si se me permite la sencillez más lisa y llana: de vida. Lo que a veces, no sin autoironía todavía escuchamos decir por ahí, eso de que alguien tiene o adoptó “una postura de vida”. Que cuando se la actúa puede ser una pose y que cuando, como en el caso de Dal Masetto, se la internalizó de una vez para siempre no por negarse a cambiar sino por pura ética existencial, es una postura frente a la vida. Para decirlo lo más secamente posible: una postura de vida. Ya sin ironía ni autoironía.
Ahora bien, sería más que forzado sacarlo a Antonio Dal Masetto del terreno de la narrativa y el lenguaje para embanderarlo (¡y sin poder defenderse!) en una supuesta postura “ética” frente a la literatura y la vida. Así sea. Pero no se puede negar que muchos de sus lectores y colegas escritores siempre intuyeron y le adjudicaron algo del orden de una postura detrás de esos libros, y también detrás de otros libros, como Oscuramente fuerte es la vida, o La culpa, por citar uno más reciente. Algo, por decirlo así, que trascendía su literatura y a la literatura. Y que eso que la sobrepasaba era no sólo algo de la vida sino algo tan vital como difícil de apresar que venía de atrás y de lejos. De Italia, de la inmigración tardía (arribo en el año 50, ya terminada la Segunda Guerra mundial, como en una oleada final), del que llega a insertarse en una sociedad muy amigable pero donde evidentemente era ineludible sentir una distancia entre chicos y a causa del idioma. Todo eso, o “mi propia cosa” como le dice en Fuego a discreción, eso que llamamos experiencia y que no ha muerto porque renace con cada individuo, lo intransferible.
Dal Masetto hizo de la reflexión sobre la experiencia un verdadero culto y una disciplina férrea, y en ese gesto tan nítido en Siete de oro y que empieza a expandirse y agrandarse de ahí en adelante, superó las estrecheces de lo autobiográfico para convertirlo en materia de gran observador. Otra expresión aquí para utilizar con ironía o autoironía, vendría a cuento: Dal Masetto hizo una amplia reflexión (en un sentido quizás más hondo, una meditación) sobre la “experiencia de vida”. Sus libros, hegemónicamente narrativos, fluyen en verdad como la vida misma, como si se deslizaran sobre la superficie de los días con la monotonía y los saltos bruscos e intempestivos de lo real más que de lo ficticio. Tienen todos sus libros lógica de vida y sin embargo son de lo más literario que pueda imaginarse, quizás por esa enorme capacidad de condensar la experiencia como algo nunca cerrado, siempre en fuga.
Estos rasgos, me parece, lo acercan a escritores como Haroldo Conti (Alrededor de la jaula perfectamente podría ser una novela de Dal Masetto), a cierto Bernardo Kordon, de cuyo nacimiento se cumplen por estos días cien años. Por eso me parece que a –toda una camada (por no decir varias generaciones) en la que me incluyo le atrajo tanto la obra, el tono y la postura del Tano. Siempre fue un sólido mojón al costado del camino, un poco apartado como Rabanal, pero posible, real, un ecritor viable, al contrario de tanto narciso, tanto figurante. Un fuego que calentó y fue constante, unas brasas que no se van a apagar asi nomás.
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