› Por María Inés Krimer
Guillermo Saccomanno me avisa que murió Antonio Dal Masetto. Miro a través de la ventana. La luz atraviesa las hojas del árbol y cae sobre el cantero de la plaza. En la esquina, una empresa de mudanzas baja un sillón oscuro, que se mueve en el aire. Corto y busco en mi biblioteca el cuento de Antonio: “El padre”. Frases, un lugar en el mapa. Recuerdo que mis primeras lecturas venían de los libros que papá traía de la Asociación Israelita. Tenía que apurarme porque los sacaba un lunes y había que devolverlos el viernes. Ahí empezó una carrera alocada, mezclando Ana Frank con Zola, la colección Robin Hood con los rusos. Un libro llevaba a otro. Cada vez tenía más hambre. Me zambullía en la lectura como en una mina a cielo abierto o en una noche cerrada.
Años después viajé a Buenos Aires para anotarme en el taller de Antonio. Pienso en la primera impresión, cuando un hombre con gesto adusto y andar pausado abrió la puerta del departamento del Bajo y me invitó a entrar. Aunque el contrafrente era silencioso, el ruido de Córdoba se oía a través de las persianas. En la penumbra los objetos se volvían familiares: una máquina de escribir, una cafetera, un paquete de galletitas y libros en el piso, en los estantes. Pavese, Vittorini, Calvino, Pratolini, Camon. Sobre la mesa de la cocina había cajas de zapatos repletas de fichas manuscritas. Antonio las consultaba con dedos ágiles. Yo leía mi cuento en voz alta, él sacaba una tarjeta y volvía a guardarla.
Fueron pocos encuentros. Por ese entonces perdí a mi marido en un accidente y tuve que suspender mis viajes. Le escribí una carta para explicar el motivo de mi ausencia. Me contestó con afecto. Más tarde volví a encontrarlo en algunas presentaciones de libros. Me preguntaba si seguía escribiendo. Ya instalada en Buenos Aires, a veces pasaba por el edificio del Bajo: el contenido de esas cajas de zapatos me ayudó a entender qué buscaba yo con la lectura. Antonio lo supo desde siempre: “Yo devoraba esas páginas de aquel libro traducido vaya a saber por quién, llegado a esa biblioteca de pueblo de la llanura pampeana vaya a saber por qué caminos, y ahora me estaba hablando a mí. Y fue como una iluminación, un acontecimiento extraordinario, porque ese texto, esas memorias, me estaban diciendo que en alguna parte había alguien similar a mí. Y en la cabeza de aquel chico que yo era debió ir conformándose la sorprendente y reconfortante conclusión que podría resumirse más o menos así: Entonces no estoy solo en el mundo”.
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