Domingo, 6 de marzo de 2016 | Hoy
Por Sergio Pujol
Si lo viéramos en una película –imaginemos alguna de esas biopics superproducidas y calculadas que prometen culminar en una escena ejemplar– nos resultaría un tanto inverosímil. ¿Dos artistas representativos de un movimiento cultural de los 60/70 compartiendo escenario, a modo de clase magistral pero a la vez informal, para repasar sus grandes éxitos y transmitirnos así la gracia irreverente de sus años mozos, ahora atemperada por una larga y sostenida consagración? La actuación en dueto de Caetano Veloso y Gilberto Gil, que supimos disfrutar el año pasado en el Luna Park y que ahora regresa en una edición discográfica superlativa con dos CD y un DVD, ofrece el resabio de un balance histórico, como bien cifra su nombre: Dos amigos. Um século de música.
Pero no sería justo tildar el show de didáctico o reduccionista. El relax de estos trovadores de la era de Jobim y los Beatles es único. Paradójicamente, su extremado profesionalismo es lo que les permite actuar con naturalidad, borrando marcas de algo ensayado y meditado. Están ahí como si compartieran una sobremesa de guitarra y vino. Desde el arranque con “Back in Bahía” hasta el esperanzador cierre con “A luz de Tieta”, quedará a un lado cualquier intención que exceda el propósito lúdico de cantar y tocar, uno al lado –o enfrente– del otro. Están completamente solos, pero son dos potencias. Compartirán el escenario el tiempo que dure el recital: he aquí una forma de empatía artística que la historia de la música registra en otras latitudes y otras circunstancias, aunque rara vez de manera tan serena y amical. En ese sentido, en Dos amigos... no hay una sucesión de estrellatos –como en cierto modo hemos vimos en el hermoso encuentro entre María Bethânia y Omara Portuondo– sino la simultaneidad pactada y, asimismo, la alternancia o complementación in situ que dicta cada canción. Veloso y Gil tocan y cantan juntos y por separado, pero sin que ninguno abandone el escenario ni siquiera por un momento. El formato duplicado de cantante con guitarra ayuda a la ilusión de un espacio de cámara o, más coloquialmente, de un café-concert ilimitado.
La comunión escénica no es un mero recurso de puesta (como sí lo son las banderas de los distintos estados brasileños que, como símbolo de unidad en la diversidad, cierran el fondo del tablado), sino más bien la metáfora perfecta de una relación horizontal entre músicos de la misma edad –ambos nacieron en 1942–, pero también entre oyentes recíprocos. Si bien en la mayoría de los temas Gilberto y Caetano tocan juntos y se reparten las partes vocales, las autorías son individuales y se reconocen según quién lleve la voz cantante, por más que haya gentiles relevos, como cuando Gilberto inicia “Corazón vagabundo” o Caetano interpreta las primeras estrofas de “Super-Homem”.
Todo esto está perfectamente balanceado –no confundir calidez con espontaneidad–, pero lo que convierte a Dos amigos... en una experiencia tan singular es la performance de la escucha. De acuerdo con los turnos, cada músico disfruta de esa tácita espera que supone la interpretación del otro. Esto se aprecia con claridad en las versiones de “Eu vim da Bahia” (Gil) y “Sampa” (Veloso). En ambos casos, el rostro del músico devenido oyente puro expresa admiración por el amigo, pero sobre todo la felicidad de saber que existe un cúmulo de experiencias comunes. Hay en esas esperas activas un silencio musical, jamás un mutis de la escena. Con mezcla de gozo y sorpresa, Caetano y Gilberto se escuchan entre ellos como si estuvieran refundando sus propios repertorios. (En 1993, cuando hicieron Tropicalia 2, no lograron un efecto de complicidad tan perfecto, quizá porque aún no era tiempo de inventario). De vez en cuando cruzan sonrisas. No son muchas, y por eso mismo son creíbles.
Esa reciprocidad nos retrotrae a un momento invisible, aquel gesto inaugural del Tropicalismo, cuando antes de los manifiestos, los discos y el público, antes de la formación de un colectivo de varios músicos y proyectos (allí también estaban Tom Zé, Gal Costa, María Bethânia, Os Mutantes y Torquato Neto, entre otros), dos jóvenes de Bahia, mellizos artísticos impulsados hacia caminos propios y a la vez convergentes, se confiaban sus primeras canciones (“De Manhá”), así como ahora lo hacen con las últimas (“As camelias do quilombo do Leblon”), y concebían imaginarios tan poderosos como los que derivarían en “Tropicalia” y “Marginalia”.
Bueno, tal vez no fue exactamente así. Tal vez no tuvieron tanta comunicación entre ellos. Quizá no estuvieron tan unidos al comienzo. Pero ¿qué importancia puede tener esto? Si la antropofagia cultural supo definirlos como prueba testigo de una teoría literaria trasladada al terreno de la canción, ese século de música –en realidad, un medio século al que ambas trayectorias sumadas duplican en duración, como si la sincronía de sus vidas paralelas pudiera desdoblarse y adicionarse– tuvo en Veloso y Gil a sus mayores cabezas autorales. Y a sus más idóneos cuerpos interpretativos.
Hijos de un mismo ethos generacional, ellos se reconocen en la gran correntada de la cultura brasileña, pero también en el quiebre que, a su tiempo, marcaron sin vacilaciones, y no sin polémicas. Devotos de Joao Gilberto, a fines de los años 60 decidieron romper con la bossa, o al menos provocarla con el rescate de la denostada Carmen Miranda (“Viva la banda-da-da/ Carmen Miranda da-da-da-da...”) y la integración de la psicodelia británica, ese grito eléctrico que los llamaba a la revolución joven. Desde luego, tienen muy pensado el asunto, toda vez que ahora ellos son el mainstream, están, desde hace largos años, en el centro de la MPB. Revisando papeles y discoteca encontramos el texto/manifiesto de Tropicalia 2. Dice en una parte: “Caetano ensayó con Joao quien ensayó con Caymmi quien, de acuerdo consigo mismo, nació ensayando...” Pero entonces... ¿continuidad sobre la misma matriz cultural o dinámica de cambio perpetuo? En realidad, el meollo siempre estuvo en la relación dialéctica entre el viejo samba perpetuado y el gesto pop que emancipó el Tropicalismo. Y eso sobrevuela todo el recital del dueto, especialmente en “E luxo so”, precioso samba de Barroso y Peixoto de 1957, y “Desde que o samba e samba” del propio Caetano.
A lo largo de casi dos horas de recital a cara lavada, los otrora “nuevos bahianos” han morigerado los signos rupturistas en beneficio del diálogo con la tradición. En cierta medida, esta actitud está implícita en el modo que eligieron para celebrarse: intimista, definitivamente acústico, evocativo de una rebelión de los sentidos y las ideas que supieron protagonizar en tiempos de dictadura, exilios y regresos. Hoy el mundo, con ellos adentro, es otro. También Brasil es otro, pero sería definitivamente diferente sin ese vector de memoria en que se ha convertido el corpus de sus canciones. Que la conmemoración del propio pasado, lleno de gloria artística, no sea autocomplaciente –pensemos, sin ánimo de cargar las tintas, en la artísticamente ruinosa sociedad de Serrat con Sabina– no es sólo resultado de la buena salud de los participantes: Caetano y Gilberto han sabido sustituir el riesgo compositivo por un refinamiento interpretativo que por momentos resulta sobrecogedor. Y es allí, justamente, donde trasuntan las diferencias, sin las cuales el paisaje sonoro sería uniforme.
En un texto recientemente rescatado para su libro El mundo no es chato, Veloso escribió sobre Gil el que acaso sea el elogio más hiperbólico que un músico pueda verter de un amigo al que considera su par artístico: “Su inmensa vanidad ejercida con demasiada modestia y su desprecio inocente por la propia grandeza son sus dos fases de esa luna medio negra y medio escondida que es la música de su persona”. Pues bien, el efecto sumatorio del recital está preanunciado en aquel elogio enorme aunque también un poco pícaro (“inmensa vanidad”, “demasiada modestia”, “desprecio inocente”) con el que el Caetano encomiaba a su amigo de toda la vida. Abriendo el historial de sus repertorios a la forma despojada y a la vez ardua del formato acústico, Dos amigos, un siglo de música emerge entonces como una teoría del complemento que, de modo arquetípico, quizá permita entender buena parte de la historia musical del Brasil de las últimas décadas.
Maestro de la actuación desdramatizada, Veloso se presenta como el cantante poeta que deglute vanguardia y cultura pop en un mismo gesto; que discute contra las representaciones esquemáticas de un Brasil que es su materia infinita, a la vez que roza provocativamente su propio estereotipo. Menos interesante desde el punto de vista autoral, Gil resulta ser el intérprete de plasticidad rítmica absoluta, el maestro del fraseo grave o el falsete inesperado como rúbrica de frase. No se equivoca Veloso al cifrar en su amigo una musicalidad que a él se le niega, al menos en tamaño grado. Gil es capaz de alienarse de su instrumento, como en su versión del bolero “Tres palabras” –el contrapunto de su guitarra barre todo el diapasón–, o de fusionarse completamente, como en la siempre sorprendente “Expreso 2222”. Quizá Veloso diga mejor, matice más refinadamente, alcanzando en sus temas más íntimos ese nirvana de la bossa que es su sello inconfundible: “Terra” y “Odeio”; o las prestadas “Come prima” y “Tonada de luna llena”. Pero Gil es la música revelada, impúdica de tan pródiga. En sus modos característicos, insobornablemente personales, ambos –no sólo Gil– despliegan la certera definición de Veloso acerca de una inmensa vanidad ejercida con demasiada modestia.
Como todo disco grabado en vivo, aquí se escuchan aplausos, esa oportunidad que se le dispensa al público para que, con entusiasmo rítmico, deje su impronta anónima entre tema y tema. En esta reunión tan querida por todos nosotros (brasileños, argentinos, latinoamericanos), el público no sólo aplaudirá, también coreará el final festivo de “A luz de tieta”. Será el anuncio de que todo, incluso el “Multishow ao vivo”, llega a su fin. Pero despidámonos sin tristeza. Esa respuesta colectiva nos indica que a partir de Caetano Veloso y Gilberto Gil aprendimos a escuchar a Brasil de otra manera.
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