Domingo, 3 de abril de 2016 | Hoy
Hopper seguía pintando sus cuadros mágicos y figurativos sin dejarse perturbar por lo que ocurría a su alrededor, donde las corrientes estéticas iban y venían. A él lo tenía sin cuidado cómo pintaran los demás. Tampoco le molestaba que existiera la fotografía. En el fondo, pintaba contra ella. Ya por entonces pintaba como si supiera que la realidad física de las cosas sólo podía existir y perdurar en el lienzo de un pintor y en ningún otro lado, por eso condensó esa realidad al máximo: sus cuadros son imágenes como cantos rodados. Imágenes amuralladas. Imágenes asfaltadas. Imágenes acristaladas. Los paisajes de nieve están muy próximos a Magritte, que también fue un pintor que amuralló la realidad pero de un modo muy distinto al de Hopper. Hopper trabajaba en la condensación para que algo sobreviviera y perdurara. En cambio Magritte trabajaba para que todo deviniera ilusión. En Hopper nada es ilusión. Ya nada lo vincula a los impresionistas de los que, siendo joven, había aprendido todo. No apunta a diluir el efecto visual, por el contrario: reforzarlo es lo que quiere. No es una celebración de lo fugaz, no. Es una proclamación de la perennidad, eso es lo que es. Es un narrador, no un pintor de naturalezas muertas. Sus cuadros no retratan a los Estados Unidos sólo en las superficies, sino que escarban en las profundidades del sueño americano y exploran ese dilema tan consumadamente estadounidense del ser y el parecer. Sí, podrían ser parte de una gran película sobre “America”; cada uno, el inicio de un nuevo capítulo.
Si hoy estamos, en un sentido literal, trans-formados, de-formados, in-formados, uni-formados y rodeados de imágenes hasta la asfixia, puede que sea un sacudón increíblemente sanador notar (¡¿otra vez?!) cuánta confianza casi existencial
se depositaba en la mera narración a partir de las imágenes, y lo bien que hacía dejarse llevar por eso y nada más, teniendo además la seguridad (¡y sólo entonces!) de que el narrador no iba a dejar al espectador abandonado y librado a su propia suerte.
El hastío visual que vivimos hoy y, simultáneamente, la pérdida de imágenes, ¿no será una enfermedad imaginaria? Las películas como las de Anthony Mann, ¿no nos demuestran que todos nos hemos acostumbrado hace tiempo a “las imágenes del emperador” pero que, como en el cuento, la costumbre no quita que
esos modos sean espejitos de colores, ante los que tendríamos que reaccionar asombrados para poder llamar a la verdad por su nombre? (...o para verla nombrada.)
Justamente es esa voz, una voz de cuentos de hadas (y de una claridad incisiva), la que se escucha en las mejores películas de Anthony Mann.
El otro día me compré un jugo de naranja y ni bien bebí el primer sorbo se me revolvió el estómago. Al dar vuelta la botella vi que decía: Artificial substitute for imitation of orange juice. ¡Qué perla! ¡Esa sí que hay que saborearla! ¿Cuánto más lejos se puede estar de un jugo de verdad?
Con los sentimientos no es muy distinto. Artificial substitutes for imitations of emotions... Eso mismo me sucede, nos sucede a todos, y cada vez más a menudo,
tanto delante del televisor como en el circo, en el cine o en los teatros, da igual,
en los museos, en las salas de concierto y hasta leyendo un libro. Ya no podemos fiarnos de los sentimientos que nos presentan. O sencillamente hemos perdido la capacidad de empatizar con esos sentimientos. Ya no hay nada ni nadie que nos “conmueva”... Evidentemente hay algo que en el proceso de producción está
haciendo agua.
Ustedes, yo, todos nosotros conocemos las emociones verdaderas, desde ya. Ustedes, nosotros, las hemos podido experimentar o padecer. ¿Pero se han reconocido últimamente en alguna “representación” de sentimientos al punto de otorgarle toda su confianza, de entregársele, de dejarse arrastrar por lo que estaban presenciando? ¿No coinciden en decir que es algo que sucede muy pocas veces? Que sucede cada vez menos...
No si se confían a Pina. (...) Con ella, motion es emotion.
Ozu recurre a métodos extremadamente simples pero efectivos para derribar ese muro que nos protege y para permitirnos que seamos parte de la humanidad. Nos incorporamos como parte de “su familia”, nos convertimos en personas muy cotidianas como todos ellos y eso, créase o no, sucede con sólo mirar la película. Nosotros no tenemos que hacer nada.
En el paraíso perdido del que les hablaba, “ver así” siempre era equivalente a “ser así”. Cuando éramos niños nunca diferenciábamos entre esas dos esferas, éramos al mismo tiempo lo que veíamos. Siendo adultos también estaríamos en condiciones de hacerlo, desde ya, pero tenemos demasiado miedo, al menos la mayor parte del tiempo.
Las películas de Ozu nos transportan por un momento a esa condición infantil. Si su visión del cine alguna vez fue paradisíaca, vista hoy resulta completamente utópica.
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