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Domingo, 29 de mayo de 2005

El hombre que dibujaba demasiado

 Por Juan Sasturain

Cuenta Oscar Grillo –y hay que creerle, porque siempre transmite una absoluta, enfática convicción que incluye lo que dice y quien lo dice– que no participó de la edición y el armado definitivo de este hermoso Fausto. Que mandó dibujos y más dibujos, y otros dibujos y algunos para la parte de los gauchos charlando, y otros para la parte de la representación, y que después lo armaron con eso que mandó. El en Inglaterra, claro, donde está desde hace treinta y cinco años; la editorial, acá. Recién después vino y vio. Y vio que estaba bien. Aunque seguramente se podría haber armado de otra manera. Y habría estado bien también. Y seguro que es así, porque Grillo no para (no puede parar) de dibujar.

Como en los cuentos de Chesterton y en las dos versiones de Hitchcock –el hombre que sabe demasiado es siempre peligroso para los demás y sobre todo para sí–, saber algo más que el resto, ver o poder más es correr y asumir riesgos. Como Funes, como las zapatillas rojas del cuento de Andersen –uno que no podía olvidar nada, otras que no podían dejar de bailar–, el exceso de una cualidad es camino de perdición. En ese sentido, Oscar Grillo está perdido: no puede parar de dibujar. Como Parker improvisando, si cabe.

En Grillo, la superproducción y la destreza se asocian para deslumbrar. Los que pudieron ver su memorable exposición del 2003 en el Palais de Glace –Treinta años de dibujos irresponsables– que incluía “animaciones, ilustraciones y trabajos personales” no pudieron calificarla deantológica, aunque lo era, porque la palabra no se adecua a lo que él hace: cada dibujo que produce es resultado de una antología previa, variable entre muchos posibles que se amontonan, empujan entre la pluma y el papel.

Lo dicho: la destreza no es resultado de la superproducción –dibuja tan bien porque dibuja mucho– sino al revés: dibuja mucho porque tiene demasiado para dar. Como una hembra que da la teta, tiene que desagotar, si no, le duele.

Para leer/mirar este Fausto se puede saltar de figurita en figurita o quedarse sólo en una. Grillo ha usado varias manos, varios registros, todos elocuentes, torrenciales. Un lujo. Las “citas” a Molina Campos son evidentes en los gauchos de ojos saltones y los caballos de vasos anchos, pero los ha “movido”, les ha sacado el horizonte plano y bajo –incluso una carrera de sortijas es estática en el hombre de Alpargatas–, ha subido la cámara narrativa, les ha aplicado un gran angular y desmesurado las manos, abalanzándolos hacia el lector. Así, la caricatura facial se alimenta de recursos de chiste e historieta del ‘50, de Divito e Ianiro.

Para la historia una vez más contada, se ha puesto los ojos del Pollo y “mira” el escenario con él, incluso desde arriba, bien arriba del teatro, y hasta se permite montar escenografías evidentes, hacer teatro dentro de la ficción, no vestir sino disfrazar a sus personajes: el diablo es un Mefistófeles de rasgos aparatosos; Margarita, una princesa de cuento.

Y también se da y nos da un gusto extra, cambia de humor, de técnica, de perspectiva y pinta una mar con cielo y nubes reflejadas en él –página 65, para más datos– que podría estar ahí o en cualquier otro lugar donde se necesite algo bello, algo necesario. Como todo lo que hace Grillo, el que dibuja porque sí, pero no en vano.

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