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Domingo, 13 de agosto de 2006

El demonio y el arte

Como era de esperar, la muestra de Arno Breker que se inauguró el 22 de julio pasado en Schwerin dividió al mundo cultural alemán. De nada sirvieron las declaraciones de la directora del museo, Kornelia von Berswordt-Wallrabe, asegurándole a los vecinos de la zona que no había nada de qué preocuparse porque, en términos artísticos, el trabajo de Breker no daba lugar a discusiones. El curador de la muestra, Rudolf Conrades, también intentó atenuar las posibles críticas al explicar que el propósito no es ensalzar la figura de Breker sino revisar el arte en el Tercer Reich: “La República Federal de Alemania se encuentra madura para ello”.

Pero los detractores no tardaron en hacerse oír. Klaus Staeck, artista y actual presidente de la Academia de las Artes de Berlín, se opuso inmediatamente a la muestra: “Breker no fue un artista que se equivocó, o que fue más oportunista que otros. No. Fue alguien que se hizo culpable, también con su arte. Fue un decorador de la barbarie”. Su opinión fue acompañada por numerosas cartas colectivas y críticas de artistas e intelectuales pidiendo el cierre inmediato de la muestra. Sin embargo, hubo quienes la defendieron, y entre ellos se contó ni más ni menos que uno de los popes de la cultura alemana de posguerra, el Nobel Günter Grass, quien afirmó que la muestra debe realizarse: “Cuando empezó, Breker tenía talento sin duda alguna, pero como tantos otros artistas e intelectuales se dejó corromper por los nacionalsocialistas. Cómo sucedió –ésa es la cuestión a cuya respuesta quizá esta exposición podría aportar”.

Otros, como el crítico Stefan Koldehoff, adhieren a Grass y notan en los ataques un acto reflejo de corrección política, apoyada en criterios que la sociedad alemana ya superó, pero también son escépticos en cuanto a la luz que la muestra pueda echar sobre la figura del escultor.

Esta, por supuesto, no es la primera vez que se intenta exponer el trabajo de Breker. Hace unos años, Sabine Fehlemann, historiadora del arte y directora del museo Wuppertal, quiso colocar una de sus esculturas en un “paseo de estatuas” entre un Henry Moore y un Tony Cragg. Como tantos otros intentos, la exhibición fracasó en sus etapas preliminares. El hechode que finalmente se haya podido inaugurar esta muestra sería una señal de un nuevo nivel de discusión en Alemania sobre su pasado: pareciera aceptarse que la exposición del trabajo de Breker no presupone una rehabilitación moral. Sin embargo, para Koldehoff, la discusión ignora un aspecto central: el material necesario para encarar un debate serio sobre la figura de Breker no se encuentra disponible.

Después de la guerra, Breker fue desnazificado, pero tanto sus primeros trabajos, en la tradición de Renoir, Rodin y Maillol, como los gigantescos monumentos escultóricos creados bajo el nazismo fueron destruidos casi en su totalidad. Cualquier análisis de esa obra se basa, hoy, en fotos o reproducciones. En cuanto a su trabajo posterior a 1945, como el mismo Breker ha expresado, no es tanto producto de su afán creador como de sus necesidades y posibilidades financieras. Industriales como Quandt, Bayer, Oetker, Giradet –soportes todos ellos del milagro económico alemán– le encargaron a lo largo de los años pulidos bustos de sus rostros a 150 mil marcos la pieza. La corporación Gerling decoró su sede central en Colonia con relieves de Breker, y hasta Konrad Adenauer le encargó un retrato. En la ciudad de Wuppertal todavía se ve la estatua de Pallas Atenea con escudo y espada, frente al Wilhelm Dörpfeld Gymnasium, que se le encargó para una ceremonia festiva en 1957.

Albert Speer, Hitler y Arno Breker en el tour artístico que el arquitecto y el escultor le ofrecieron al Fürher luego de la entrada de las tropas alemanas en París.

El otro inconveniente para el estudio de su obra es el material de archivo, que podría aportar información sobre sus ideas, personalidad, métodos y proyectos. Su viuda, Charlotte, y sus hijos, son los encargados de ese material. Pero uno de los investigadores involucrados en la exhibición de Schwerin, que viajó hasta la casa familiar en Dusseldorf, declaró que no pudo acercarse “ni a diez metros de los muebles en los que guardan sus papeles”. No fue el único: a la fecha no existe una sola biografía confiable e independiente de Breker. Hasta ahora, todo trabajo tiende a la demonización o a la hagiografía.

Es cierto que a mediados de los ‘70 el nombre de Breker volvió a circular en el mundo del arte. La galería Marco de Bonn comenzó a ofrecer algunos de sus trabajos menores. Hubo compradores en toda Europa y Estados Unidos. Y se inauguró un museo privado dedicado a su obra en Schloss Nörvenich, apoyado por la ex presidenta del Parlamento Rita Süssmuth. Para algunos, era el momento de reconocer al artista que había en Breker. Hijo de un escultor que trabajaba en piedra, y de quien aprendió el oficio, sus estudios de arquitectura lo habían llevado a conocer a Walter Gropius y a Paul Klee en Weimar, al tiempo que comenzaba a recibir encargos, mucho antes del ascenso del nazismo. A fines de los años ‘20 emigró a París, donde no sólo ganó la amistad y el respeto de artistas como Delaunay, Brancusi y Man Ray. Algunos de ellos, como Cocteau y Maillol, reconocieron públicamente un talento indudable. Otros, como Dalí, se dejaron retratar por él. Este resurgimiento de Breker en los ‘70 estuvo acompañado por la historia según la cual habría salvado a Picasso de la Gestapo (versión hoy bastante relativizada). Sin embargo, como lo muestra la tensión durante la entrevista reproducida en estas páginas, la operación no iba a resultar sencilla. Sus declaraciones respecto a que había servido a un régimen de cuyo “crimen e inhumanidad no era consciente”, seguían resultando difíciles de creer. Tras regresar a Alemania en 1934 y conocer a Hitler dos años después, Breker ingresa en el Partido Nacional Socialista e inmediatamente comienza a recibir encargos del gobierno. El castillo de Jäckelsbruch que el Führer le regaló cuando cumplió 40 años es casi un detalle. Hasta 1944, Breker colaboró estrechamente con Albert Speer, el arquitecto del Reich y patrocinador de los “Talleres de escultura de Arno Breker”, encargados de realizar los cuerpos arios que requería el monumentalismo nazi. En esos talleres trabajaron forzosamente, entre 1941 y 1942, artistas prisioneros de guerra.Veinticinco años después de aquel intento de reivindicación, y con Breker ya muerto (1991), su primera muestra individual se ha inaugurado. Hasta ahora, todos los abordajes de su obra fracasaron: ya sea por la falta de material o por el intento, casi apologista, en general financiado por sus defensores acérrimos, de estudiarlo al margen de su contexto. Como señala el crítico Koldehoff, quizá el sonoro debate que ha despertado la muestra Schwerin lleve a la conclusión de que es hora que investigadores, historiadores y artistas sin prejuicios ni intereses puedan enfrentarse a la obra. “Si no, Breker seguirá siendo el demonio en la historia del arte.”

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