Dom 13.05.2007
radar

Macanas fritas

› Por Luis Chitarroni

La indignación provocada por la amistad de Borges y Bioy, ventilada en el diario de este último, hace pensar que la vida de los ciudadanos de nuestro país es de una intensidad y una discreción envidiables. Nadie lo diría, viendo asomar en crónicas y libros de ficción banalidades de todos los tamaños, pero, como escribió el poeta mexicano (para mí hay uno solo: Gerardo Deniz), “han votado que el mundo es plano, Rúnika: hay que joderse”. Es cierto que en el mamotreto de Bioy hay espacio para los desvaríos menos útiles, de esos que suelen divertir sólo la bobería de las personas muy inteligentes –tonteras a raudales, malignidades costumbristas, niaiseries en serie–, es cierto que el tratamiento a los colegas y amigos no los hace muy leales (llamar a Bianco y a Pezzoni sonsos, por ejemplo), pero cierto es también que la obra magna es el único manual completo de edición que se haya publicado hasta la fecha en el país, una especie de museo y mausoleo en papel, que lleva mucho tiempo leer, pero al que le debemos como lectores eterna gratitud.

Para ello basta revisar a simple vista el largo catálogo de observaciones geniales, escrúpulos, prejuicios, terquedades, agudezas, astucias, etc., que entre sus dos tapas este copioso volumen encierra. Cualquier lector más o menos frugal de Bioy y Borges podrá notar el obstinado ejercicio de crítica que impone un libro para el que ni siquiera Shakespeare ni Dante son enteramente satisfactorios. El tema puede ser tocado con ligereza, pero presumo que nadie lo hará más ligeramente que yo, de modo que embisto sin recaudos.

Si los grandes autores de las grandes literaturas son muchas veces vapuleados en este largo –tal vez excesivamente largo– ejercicio continuo de literatura, es porque estamos lejos de esas dos instituciones que instauraron las taras del relato argentino: el salón literario y el taller de escritura. En el escritorio o en la cocina, Borges y Bioy se dan los gustos que exigen a veces ambientes mucho más relacionados con el saber.

Allí, nada de lo que es estrictamente literario se da por sentado; así, toda autoridad invocada es una autoridad cesante. Por lo menos hasta que la argumentación, o el corto simulacro de diatriba, dé paso al próximo, al siguiente. La abundancia de ejemplos impide que quien comenta haga abuso de ellos, en pos de una observación general, menos teórica e indignada que las que han aparecido hasta la fecha. Sin embargo, para abundar: la comprobación de que dos libros tan diferentes como Mr. Byculla, de Eric Linklater, y The Catcher in the Rye, de J.D. Salinger, puedan leerse (y admirarse) contemporáneamente (con cortesía, Bioy calla el elogio del segundo) en 1953; que La versión de Browning, de Rattigan, Asquith, Redgrave, y Ladrones de bicicletas, de De Sica puedan ser comparadas, y la primera le gane –Borges juez– a la otra: la realeza académica por encima del realismo peatonal.

Con la misma desazón y el mismo remordimiento con que Groussac desesperaba de un país en el que Lugones era considerado un helenista, Borges desespera de un país que considera a Herrera y Reissig un clásico. Parodias desde el palco, bellas emulaciones.

Por momentos, en ambos, en las dos bes de este game with shifting mirrors, se impone el deseo de corregir. Como con el peronismo no fue posible, desearían hacerlo con antecesores y “amigos”. Corregir, sí, la grosería de Lugones, corregir la banalidad de Sabato, su repertorio de diálogo reducido a lo anecdótico. Y en el medio, claro, las revisiones, las contratapas (relacionadas, curiosamente, con la digestión), los pecados editoriales (publicar un libro de Josephine Tey sin haberlo leído), la salida repentina para salvar las papas: un crítico inventado que prodiga, con sintáctica elegancia, elogios vacuos. De vez en cuando, Silvina refunfuña por la presencia demasiado asidua del amigo. Al amigo se lo deja siempre “en su casa”; a otros –a Wilcock, por ejemplo, o a Bianco–, en una esquina. Entre señoronas que se recuerdan como desde un vasto crepúsculo, por rehogar el lugar común, proustiano, Borges rescata a una Elva de Lóizaga que diagnosticaba, cuando le parecía que el diálogo del amigo perdía el rumbo: “Macanas fritas”.

Macanas fritas, sí, algunas de las que se hablan en este libro. Pero otras no. Muchas ordenan y sistematizan el pensamiento crítico y los prejuicios de dos de los mejores que escribieron en el idioma de los argentinos. Muchas amistades han compuesto, a partir de diarios unilaterales o epistolarios, animales asimétricos o bifrontes: Durrell/Miller, Wilson/Nabokov, Larkin/Amis. El animal que Borges y Bioy engendraron no exige jaula ni cuidados especiales, sólo lectores dispuestos a no moralizar acerca del narcisismo, que es uno de los pocos temas de los que Borges y Bioy se abstienen de moralizar.

El Borges de Bioy procura, en la cantidad de tiempo que el lector le exija, una novela profusa, prolija. Si por momentos decepciona, no tiene en eso más culpa que el curso del tiempo en nuestras vidas. Produce sí, en quienes quisimos que este libro existiera, supimos luego que existía, agradecemos hoy que exista, una perplejidad abismal: “¿Es eso la vida literaria, es eso la amistad?”. Preguntas a las que podemos responder, con todas las cautelas que implica el ejercicio subjetivo de decidir: “Sí, ni más ni menos que eso”.

Hay maneras de leer este libro, dándose un gusto y sacándole provecho, para hablar claramente, y maneras de no leerlo. Pero hay una de leerlo que es casi peor que las de no leerlo: la que acata el aviso sombrío de una colonia de opiniones sin vuelo. En algún momento, los dos que fueron Bustos Domecq se refieren a las creencias de Guillermo de Torre, a menudo inmo-dificables. El buen hombre creía, por ejemplo, que Conrad era un narrador de aventuras como Salgari. Hasta que la crítica francesa no lo exaltó, no hubo caso. Y “lo que menos hubiera alterado su opinión”, dice Borges, “hubiera sido leerlo”.

Que no pase, en este caso, lo mismo.

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