› Por Paula Pérez Alonso
1952
Domingo, 26 de octubre
“Me asegura que es indispensable destruir todos los papeles porque el día menos pensado uno desaparece y los amigos le publican esas grietas y esos estigmas.”
Esto dice Bioy de Borges, en una de las entradas de su diario, cuando todavía no sabe que pocos años antes de morir lo entregará a Daniel Martino, para que lo publique en forma de libro; allí, desde el registro fiel de las conversaciones que mantuvo con Borges a lo largo de cuarenta años, cuenta la profunda amistad literaria que los unió.
“Come en casa Borges” consigna, día tras día, el registro de Bioy. Y reproduce las frases, los diálogos enteros de esa noche. ¿Cómo logra ser tan preciso? ¿En cuanto Borges se va, su amigo busca su cuaderno y anota algo imperdible de ese nuevo encuentro, reconstruye cada inflexión del discurso brillante de Borges? El obsesivo trabajo de Bioy es el de un cronista que sabe que está ante un hecho del que hay que dar cuenta –hay que dejar testimonio–, y cada una de las entradas es de una síntesis admirable. El exhaustivo diario nunca se hace ocioso o pesado, gracias al profuso trabajo de “editor” de Bioy. Es evidente que estamos ante un recorte hecho por él mismo de un diario más extenso, del que ha seleccionado todo episodio que tenga a Borges como centro. A veces el exceso de foco puesto en él acusa una falta de contexto necesario y resiente el texto. ¿Qué ha silenciado Bioy, en su edición, que expone tanto a Borges y lo hace a él tan cauto?
¿Conversaban Borges y Bioy? ¿O era un soliloquio de Borges en el que Bioy intervenía siempre con inteligencia y sensibilidad para permitir el lucimiento del maestro?
En este relato, Borges es el dueño de la verdad y Bioy prefiere ser un contrapunto; sus opiniones acerca de las diversas manifestaciones del pensamiento –o justamente su falta– son brillantes excepto cuando hablan de política (el antiperonismo recalcitrante da náuseas, su racismo violenta), y las horas que pasan comentando tramas posibles, el placer que sienten ante un buen verso, un cuento logrado, o la justa medida en la inflexión del lenguaje o una palabra más precisa y perfecta son un festín. Pero lo que sorprende es el tiempo que dedican –y aquí B & B se complementan a las mil maravillas– a juzgar a sus contemporáneos, sin distinción. Con una o dos frases los noquean, los pulverizan, los liquidan. Sabemos que la vara con que mide Borges el talento literario y la inteligencia es alta, nadie imaginaba otra cosa, pero justamente por eso uno hubiera pensado que su mirada no se posaría en aquello que no mereciera ser registrado. En cambio, B & B, à la Bonnie & Clyde, pasan una sutil pero letal ametralladora por todos y cada uno de ellos, desde los más conspicuos y renombrados hasta los más insignificantes. Son muy pocos los que se salvan.
Hay, además, un personaje que parece inventado pero es real: la desopilante señora Bibiloni de Bullrich, que los deja perplejos con su persistencia en el autoelogio y en originales comentarios del tipo “derrota de clase”.
¿Siempre queremos saber todo de los artistas que admiramos? ¿O preferimos ignorar aquello que nos decepcionará? Este libro ha producido rechazo en gran parte de los escritores que admiran la obra de Borges, muchos se niegan a leerlo como si no quisieran entrar en contacto con una materia impropia. Incluso Eduardo Mendoza, en su reciente visita a Buenos Aires, lo separó con espanto del grupo de libros que le habían seleccionado, como si se tratara de una herejía.
La moral nunca tuvo nada que ver con la literatura. ¿Desmerece la obra de Borges conocer lo racista que era, la importancia que le da a hechos triviales, su necesidad de reconocimiento, su gusto por el chisme? ¿Habría sido mejor que no se conocieran estas debilidades, estos defectos? ¿Qué defectos serían soportables en Borges?
Por suerte estaba Bioy para tomar nota y registrarlo todo. Consignar y contar, con su mayor talento narrativo.
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