› Por Juan Villoro
Eliot comentó que al escribir sobre Shakespeare sólo podemos aspirar a equivocarnos de nueva manera. Algo parecido ocurre con Borges. El diario en el que Bioy Casares registra medio siglo de amistad con el maestro llega como el rayo verde en un paisaje marino: un deslumbramiento impreciso que invita a equivocarnos otra vez.
El primer signo saludable de Borges es que dificulta la beatificación borgeana: dos irresponsables hablan mal de todo mundo con espléndido sentido del humor. Aunque a veces Borges se abstraía en el estudio del islandés, llama la atención su chismosa inmersión en la vida literaria de su tiempo. El diario normaliza a su protagonista casi hasta el agravio, o lo muestra de golpe como un chiflado que orina en el piso y no advierte que está en pelotas en la playa.
Borges se burla sin miramientos de las señoras de falsa cultura y los absurdos colegas que cortejan la posteridad, pero también de sus amigos cercanos y sus novias. Con frecuencia, habla pestes en privado de quienes elogia en público. Más allá de la mala educación o la hipocresía que implican estas salidas de tono, el diario parece menos animado por el afán delator que por configurar un temperamento en la intimidad de sus contradicciones. Obra ajena a todo afán de autoayuda o superación personal, Borges niega la corrección en sentido moral (lo edificante) y la ejerce en sentido técnico (lo mejorable). Aunque merezca cargos de incongruencia, insensatez y capricho, el Borges del diario refleja una condición esencial de la literatura: toda voz que aspira a ser distinta lucha con las demás (de las que secretamente depende, pues le sirven de blanco y modelo). Esta idea agonista de la cultura, tan cara a Harold Bloom y al Borges de “Kafka y sus precursores”, supone una oposición a la mediocridad ambiente, pero sobre todo una puesta en duda de cualquier forma de escritura. Las opiniones sobre los fracasos de Goethe, las limitaciones de Shakespeare –¡ese amateur!– y las caídas de Homero serían eminentes pedanterías en un ensayo. Tomadas como ocurrencias en el discurso privado, pertenecen al boxeo de sombra imprescindible para conformar un criterio. Se trata de un ejercicio necesario y a fin de cuentas inofensivo: “Todas esas polémicas literarias son como efusiones de sangre en el teatro: después nadie muere”, comenta Borges. Es difícil encontrar un libro que celebre tanto la literatura y al mismo tiempo se acerque a las obras maestras como zonas de desastre: todo podría ser mejor. Escribir significa corregir.
La referencia obvia de Borges es Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell. Recuerdo a Bioy en México, en el verano de 1991. En un diálogo público con José de la Colina se refirió a una paradoja: Johnson le importaba más, pero prefería leer a Boswell. Poco amigo en complicar los argumentos, dejó en el aire la oposición entre el texto como placer y el texto como significado: una legible forma de la felicidad o el prestigio –acaso inferior– del “material de consulta”. El reconocimiento de la superioridad de Johnson encubre una tensión: leerlo de manera indirecta –a través de Boswell– representa una operación intelectual de segundo orden que sin embargo apasiona más. La utopía del diarista consiste en escribir la mejor obra del autor retratado. De esa desmesura suele surgir la mejor obra del diarista.
Quizá lo más extraño de Borges sea algo simple: la forma en que fue escrito. Resulta difícil suponer que Bioy lo compusiera en total privacidad. Cada una de las entradas refiere a lecturas de enorme complejidad, abundan las citas, las discusiones puntuales sobre otros autores. Para escribirlo como recuerdo se necesitaría la capacidad retentiva de Funes. Más lógico parece que el diario se escribiera mientras los amigos conversaban, con pausas para cotejar lecturas, escribir juegos de palabras, bromas que eran enredados crucigramas.
El registro de los días representa en Borges una obsesiva pesquisa de detalles literarios: la experiencia como aparato de notas. Esto supone un trabajo cómplice. Bioy no anota en soledad o al menos no lo hace sin la anuencia de su amigo, que llega a decirle: “En cuanto lo supe, sólo pensé en comunicártela, para evitar que esa noticia preciosa cayera en el olvido”. Poco después, Borges dice con cuidada despreocupación: “¿Tendría [Johnson] curiosidad de ver lo que Boswell estaba haciendo, de ver cómo lo mostraba en el libro? Tal vez no. En todo caso no creo que Johnson haya corregido nada: darse el trabajo de corregir ese libro no se parece a Johnson (por haraganería, por generosidad de alma, por indiferencia). Es claro que Boswell sí habrá corregido; habrá mejorado y estilizado los dichos y los episodios. Hizo bien”. Al respecto comenta Bioy: “Yo me preguntaba mientras tanto si él sospecharía de la existencia de este libro; si tendría curiosidad de leerlo; si lo corregiría; si la circunstancia de que últimamente escribía tan poco se debería no sólo a la deficiencia de vista y a la haraganería, sino también al conocimiento de este libro”. El pasaje sugiere que Borges acepta y acaso desea la existencia del diario; al mismo tiempo, no parece dispuesto a leerlo y mucho menos a corregirlo. En cierta forma se trata de una obra ajena para ambos. Borges la propicia y desconoce su aspecto final; Bioy se subordina a la voz que acaso traiciona a veces pero nunca lo suficiente para desmarcarse de ella.
Si la mayoría de los diarios apelan a una escritura nocturna –la soledad robada al día hábil–, Borges depende de un contrato en la sombra: ninguno de los dos autores está del todo presente en el momento de la escritura.
Esto confirma un postulado cardinal de la escritura borgeana. Como ha observado Alan Pauls, Borges se asume como alguien que corrige a un autor precedente: escribe después de otro, es la “segunda mano” de un texto. “Pierre Menard” muestra que el sentido de una obra depende del contexto en que es leída; a partir de ese momento, Borges perfecciona su teoría de la recepción pero también encuentra un sistema creativo: entiende cada texto, incluso uno inédito, como derivado de una escritura precedente. “Borges define una verdadera ética de la subordinación”, escribe Pauls. El fabulador se postula como traductor, comentarista o copista arbitrario de un autor que lo antecede. En este proceso faltaba el género vicario por excelencia, que depende de contar en clave íntima lo ya sucedido: el diario. Lo peculiar en la fórmula compartida por Bioy y Borges es que ambos son autores subordinados.
Borges buscó una renovación del modo clásico a través de la lectura: la novedad como algo ya discutido y asentado en la costumbre. La tradición como invento o resistente apócrifo.
Borges considera que la originalidad siempre es ajena. Un texto logrado transforma al autor en otro, desconocido de sí mismo. Nadie lo entendió mejor que Bioy Casares, el testigo necesario, su segunda mano.
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