Domingo, 17 de junio de 2007 | Hoy
Por Miguel Peirotti
Todo empezó el miércoles 6 de junio alrededor de las 18 horas, cuando un grupo liderado por el tristemente célebre agitador ultrarreligioso Julián Espina (40 años, español de nacimiento, radicado en Córdoba desde los 4, dos metros de altura, autoproclamado “Esclavo de la Virgen María” cada vez que aparece públicamente), que incluía a dos de sus hermanos (uno, abogado), un cura con acento extranjero, pocos adultos, un par de hombres mayores y varios niños y adolescentes utilizados como escudos humanos, más algunos miembros de la barra brava de Belgrano pagados como mercenarios, plenamente identificados por simpatizantes de este equipo que habían concurrido a ver la muestra, ingresa al Centro Cultural España Córdoba (CCEC, Entre Ríos 40, ciudad de Córdoba, pleno centro, y el buque insignia de las nuevas tendencias del arte en esta ciudad), invitados por su director, el poeta y escritor Daniel Salzano–quien habría sido alertado de la indignación del influyente Espina por el carácter “blasfemo” de la obra de Barbieri–, para bajar los cuadros que le ponían los pelos de punta y acordar una conciliación de partes.
De acuerdo a algunos testigos internos, Espina se perturbó con un dibujo que mostraba a San José y a la Virgen María en el pesebre. Un aparato de televisión, en lugar de la cuna, completa la imagen. Salzano le habría ofrecido a Espina dialogar con Barbieri, quien incluso accedió a quitar el cuadro iconoclasta (ya un gesto parlamentario para remarcar). Pero de repente, como un tsunami cárnico, un grandote que acompañaba a Espina hizo trizas una puerta cancel vidriada del CCEC y, no conforme, casi reduce a astillas otra de madera y vidrio por la que se ingresaba a la muestra. Acto (de salvajismo) seguido, el energúmeno, al grito de “¡Al que me toque lo asesino!”, empezó a destrozar los dibujos de Barbieri, quien debió ser escondido al fondo del Centro porque los fanáticos querían molerlo a palos. Detrás del agresor de gran tamaño entraron nueve personas más. El resto del grupo se mantenía firme y apostado en la puerta que da a la calle, prohibiendo la entrada de las más de 200 personas, entre particulares y un buen número de artistas, que concurrieron a la muestra. El espectáculo era entre penoso e indignante: una muralla humana de víctimas del lavado de cerebro con la compactación de las escuderías espartanas coreografiadas por los anabolizados personajes de la película 300.
Al final, sólo seis de los culpables fueron llevados a la comisaría. No los detuvieron, los “demoraron” (en cuyo caso la pena fue... ¿volver tarde a casa?).
Los trascendidos, confirmados por uno de los policías en el lugar, afirman que faltaba la orden del comisario mayor Carlos Galbucera, jefe del Distrito 1, para que las fuerzas del orden desmembraran la patota. Así, los agentes miraban impávidos desde el acceso principal los hechos inadmisibles. Sólo los centinelas de la Guardia Real del Palacio de Buckingham en Londres igualan la marca de inmovilidad que ostentaron aquella noche los uniformados cordobeses, casi confundidos con estatuas vivientes por señoras que estuvieron cerca de arrojarles monedas a sus pies.
Si un fantasma recorre Córdoba, es el del cardenal Raúl Primatesta (1919-2006), la autoridad más influyente de la Iglesia argentina y figura clave en la relación del Episcopado con la última dictadura militar y los gobiernos de Raúl Alfonsín y Carlos Menem. A un año de su muerte, Córdoba sigue siendo una ciudad-fraile, y mientras no se quite la sotana, no son del todo sorprendentes los hechos como estos. Pero incluso siendo cierto que si en Córdoba se tira al tuntún una piedra al aire, seguro se le pegará a un cura, el episodio parece haber tocado un límite. O Dios quiera que así sea.
Según el director del CCEC, el poeta y escritor Daniel Salzano, quien en la madrugada del jueves 7 fue una de las personas que declaró como testigo, dejó picando un interrogante: “Tras los restos mutilados de la obra, las paredes golpeadas y los vidrios rotos, la intervención del Estado y de los medios no será suficiente para silenciar el único interrogante que debe preocuparnos: ¿hacia dónde va la libertad de expresión en esta ciudad?”. Presente al momento de los hechos, cuando los empleados y funcionarios del CCEC se vieron sitiados por los energúmenos–quienes impedían la salida desde el Centro en la medida que bloqueaban el ingreso externo por la puerta mayor de acceso– Salzano sintetizó el panorama post a través del paso triunfante de Espina sobre los escombros de la obra minutos después de reventarla: “Era la marcha de un general sobre los restos de una batalla ganada”.
El certero identikit de este ciudadano no puede ser menos acertada. Pero puede completarse: no hay foto en los medios donde Espina evite su ya tradicional mueca mefistofélica. Salzano tampoco pudo salir de su estupor cuando se enteró de que Espina y los suyos exhibían fragmentos de los vidrios rotos en el CCEC como trofeos de guerra. Las muestras de su salvaje acto de vandalismo, aún no penado por ninguna autoridad cordobesa (habría que imaginar cuántos castigos caerían sobre la cabeza de los responsables si un grupo de agnósticos recalcitrantes penetrara en la Catedral y rompiera un crucifijo), fueron ofrecidos por Espina como muescas en una culata.
Ya tiene tres. En 1996 intentó impedir que se proyectara, en el Rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba, La última tentación de Cristo de Martin Scorsese (paradoja: se sabe que este director es un creyente cuya obra está puntuada por conflictos católicos). El lunes 20 de diciembre de 2004 invadió con sus seguidores el Cabildo Histórico de la Ciudad y consiguió, por la fuerza, por supuesto, que la Municipalidad de Córdoba levantara la muestra de Roque Fraticelli, Candelaria Silvestro y Federico Schule, entre otros, Navidad, 10 artistas, 10 miradas que incluía una obra que mostraba a la Virgen María manteniendo relaciones sexuales con un hombre que representaba al Espíritu Santo.
Se puede recordar, también, otro affaire que no involucra a Espina pero lleva su marca registrada. En 1995, el mismo Alfonso Barbieri fue víctima de otro caso de censura cuando uno de los dibujos de su muestra Humores orgánicos, montada en el Cabildo (en ella aparecían un hombre y una mujer encerrados dentro de un corazón formado por preservativos), fue quitada por las autoridades de Cultura por parecerles “pornográfica”.
Persiguiendo más declaraciones sorprendentes, el mediático abogado constitucionalista Miguel Angel Rodríguez Villafañe, integrante de la Mesa Interreligiosa de la Coalición Cívica conducida por Elisa Carrió, quiso apagar el fuego con napalm en una columna de opinión escrita especialmente para el diario La Voz del Interior: “El municipio de Córdoba no puede propiciar, en su ámbito, modos injuriosos que ofendan el sentimiento que tiene nuestro pueblo por la Virgen María. De esa manera, no se ayuda a construir una sociedad plural con respeto”. El párrafo asume que Córdoba es mayoritariamente fiel a la Santa Madre, lo cual probablemente sea cierto, pero en una ciudad en vías de cosmopolitismo como ésta proliferan otros cultos y sectas y hasta cierta heterodoxia agnóstica. El flujo de inmigración motoriza la multiplicidad de creencias. Y en materia de etnias o religiones, multiplicar es crecer. Aunque cueste admitirlo, no la totalidad de los tres millones de habitantes de Córdoba son cristianos. Y aquí reside la pluralidad, no en la defensa de la adopción ideológica personal de un credo como faro colectivo. Quien quiera adorar al diablo que lo haga, pero que no nos cuelen flyers promocionando a Belcebú por debajo de la puerta ni entren por la fuerza a nuestros domicilios para destrozar los vinilos que no incluyan un mensaje satánico subliminal.
Durante el escándalo en las puertas del CCEC, el hermano abogado de Espina cuestionó que La Voz del Interior haya publicado los dibujos “sin censura previa” (sic) en su edición del martes 5 de junio, alegando atropelladamente incisos constitucionales de la misma Constitución Nacional que establece la libertad de expresión y de prensa “sin censura previa”.
Por su parte, Juan José Ribone, sacerdote miembro de Comité Interreligioso por la Paz (Comipaz), también alcanzó su opinión a La Voz: “Esta manera de reaccionar me hace pensar en la Inquisición. Puedo no estar de acuerdo con Alfonso Barbieri, pero eso no justifica una reacción violenta... Creo que la actitud no es correcta. No se puede resolver la vida de esta manera. Siempre hay que apelar al diálogo, al consenso”. Y expresa, de paso, cuál sería su posición en ese diálogo: “Todo el mundo tiene derecho a expresarse, pero también sería correcto que los artistas sepan tener una actitud de respeto a las cosas que se consideran sagradas, como las religiones”.
El mismo diario recibió decenas de cartas de particulares y organismos no oficiales en las que expresaban su apoyo incondicional a Barbieri y su repudio a la maniobra agresiva de los ultras.
Se suponía que Julián Espina, en su rol de apóstol del lefebvrismo, era el vocero indicado para el movimiento rebelde que lideró el obispo francés Marcel Lefebvre y que rechaza el Concilio Vaticano II así como a todos los papas que siguieron a Pío XII. Pero el religioso Javier Conte, superior de la Casa en Córdoba de la Fraternidad Sacerdotal Pío X, le pinchó el globo a Espina enviando, dos días después del siniestro suceso, un comunicado al matutino emblema local, La Voz del Interior. En él, aclaraba, en nombre del padre Cristian Bouchacurt, superior del Distrito de América del Sur de la Fraternidad, que su comunidad “no tuvo participación en los desmadres acontecidos”.
La carta advierte además que el lefebvrismo “sí reconoce a Benedicto XVI y a sus predecesores como papas”, lo que lo distingue del “sedevacantismo”, una posición teológica católica que considera vacante la Sede Apostólica de Roma por abjurar de todos los pontificados desde el de Juan XXIII –de allí su nombre–, quien abrió el Concilio Vaticano II, aquel que acordaba la libertad religiosa y las reformas eclesiásticas y legitimaba a las Iglesias consideradas heréticas. Espina es sedevacantista.
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