Dom 05.10.2008
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EL JUEZ DEL PATíBULO: PAUL NEWMAN ES ROY BEAN

Soy leyenda

› Por Mariano Kairuz

En sus Memorias, escritas a los 73 años, John Huston escribió sobre Paul Newman: “Entre los dioses, él seguramente ocuparía el lugar de Hermes, el de los tobillos alados, siempre en movimiento, agraciado, elegante, con una armonía innata. Podría haber sido campeón de boxeo, patinador o gimnasta”. Lo de la elegancia de Newman siempre estuvo fuera de discusión, y ha sido usado tanto a su favor como en su contra: para muchos, esa apariencia de tipo que no transpira de alguna manera le restaba humanidad. Es cierto que en la primera de las dos películas en las que lo dirigió Huston, la gran, disparatada, divertidísima El juez del patíbulo (1972), al entrar en escena Newman aparece con su barba crecida, recién llegado de lo que se intuye un largo viaje a caballo por el desierto, y a pesar de eso se ve más bien prolijo y de buen humor, proyectando esa imagen de buen tipo que supuestamente les restaba credibilidad a los facinerosos que ocasionalmente le tocaba interpretar. Pero en esa película tenía que ser así: una leyenda al principio indica que lo que estamos a punto de ver quizá no sean las cosas tal como fueron sino, en todo caso, como deberían haber sido.

El juez del patíbulo se llama originalmente The Life and Times of Judge Roy Bean, tiene guión del gran, demente John Milius (el escritor de Apocalypse Now! y del primer Conan de Schwarzenegger) y empieza con una secuencia demoledora, que va mutando nuestra percepción de lo que creemos que vamos a ver por las siguientes dos horas. En la primera escena, recién llegado al pueblo de Pecos –Texas Oeste, la última frontera de la barbarie–, Roy Bean entra a una cantina de mala muerte, habitada por un puñado de prostitutas y de tipos que lo reciben con mala jeta. El visitante pide un whisky y, amigable, cuenta una de sus hazañas delictivas. “Tengo entendido que acá son bienvenidos los forajidos”, dice. Pero, antes de que atine a reaccionar, las chicas y los tipos de mala jeta ya lo han rodeado, derribado de un golpe en el vientre y, tras vaciarle los bolsillos, enviado camino al desierto, inconsciente y con una soga al cuello arrastrada por un caballo. Mientras se recupera como puede, una chica del pueblo le acerca a Bean el revólver con el que pronto volverá a la cantina a cobrarse venganza. La escena en la que se carga a esos “hombres que no eran buenos y esas prostitutas que no eran damas” es un montaje de acción fugaz, violento, impactante, cuya estilización se adelanta a la de, por ejemplo, John Woo en al menos una década. Apenas pasada la masacre, un predicador se presenta ante Bean; aparece de pronto, como salido de la nada, como una alucinación. Un efecto pronunciado, por supuesto, por el hecho de que el predicador es Anthony Perkins, con una especie de bombín sobre la cabeza y esa cara de trastornado que lo acompañó siempre. Bean le cuenta que les devolverá sus caballos a los pobres pobladores a los que acaba de librar de los cretinos de la cantina, y que hará de ésta el nuevo salón de justicia. “De acá en más yo seré la ley en este lugar –declara y se autodesigna–. La conozco más que nadie porque llevo toda una vida violándola.” Bajo su mandato el pueblo se vuelve pródigo en ahorcamientos (el dinero de los ahorcados es la principal fuente de ingresos del Estado y de Bean, que vienen a ser más o menos lo mismo). Es el principio del fin del Lejano Oeste, pero habrá más “peripecias” en la historia de Bean: un viejo montañés (el propio Huston) baja al pueblo y le deja a Bean su hermoso oso gris, que un tiempo después se habrá convertido en su mejor amigo y compañero de alguna borrachera. Bean tiene una hija con la chica que le salvó la vida al principio. En el último tramo de la película, mueren, en este orden, el oso y la mujer. Ambas muertes son duras para el público. También lo son para Bean, pero el personaje se empeña en disimularlo: lo canaliza en arrebatos de desprecio (por el oso) y de furia, que esconden culpa y dolor. Si se dijo que la expresión de dolor nunca fue para Newman, acá su endurecimiento habrá sido más dramático y funcional que nunca. El personaje escrito por Milius y actuado por Newman persigue la leyenda y nos deja el llanto a nosotros.

Roy Bean existió en la vida real. La crítica de su época se cargó a El juez del patíbulo con dureza. Pero, estaban advertidos: las cosas no habrán sido como se cuentan en ella sino en todo caso como deberían haber sido. Así que, como quería Ford, que impriman la leyenda. Que para eso es, en buena medida, que existen las películas.

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