Dom 05.10.2008
radar

THE PRIZE: PAUL NEWMAN ES ANDREW CRAIG

Conserje de noche

› Por Guillermo Piro

Por razones sentimentales –pero también por otras razones que sería largo enumerar–, Paul Newman es para mí el de The Prize (1963), la película de Mark Robson basada en la novela homónima de Irving Wallace. Newman allí personifica a Andrew Craig, un escritor que va a Suecia a recibir el Premio Nobel de Literatura. La estadía le sirve para observar (es buen observador, es novelista) un comportamiento extraño en otro de los galardonados, el Nobel de Física, un alemán refugiado en Estados Unidos que parece tener amnesia. Tanto le extraña su comportamiento que decide investigar para saber qué es lo que realmente ocurre. Pero no es de eso que quería hablar. Mala idea la de la organización, que le asigna como acompañante a Elke Sommer (tal vez fue una idea excelente, pero algo me lleva a pensar que los suecos no son capaces de estar pendientes de esos mínimos detalles). Andrew Craig odia el protocolo, el smoking, los discursos, las cenas de gala y todo aquello que es aleatorio al simple hecho de que lo que quiere es embolsar el dinero y mandarse a mudar. Eso queda claro en una escena formidable, que tiene lugar apenas Newman hace su entrada al hotel. Naturalmente, alguien se ha encargado de su reservación. El hotel, como no podía ser de otra manera, tiene un conserje británico –ya saben, ese culto al servicio que tan bien expuso Ishiguro en Lo que resta del día–. Apenas llega, Newman espera que el mundo deje de prestarle atención y se dirige al mostrador del conserje para, acodado, susurrarle al oído una pregunta: “¿Qué hace la gente en Estocolmo cuando llega la noche?”. Parecerá una pregunta banal, pero pronunciada por Newman se parece mucho más a un gesto de humanidad ejemplar, es una pregunta que lo acerca a nosotros y lo baña de una simpatía que no lo abandonará en toda la película, porque demuestra ser honesto, directo, desinteresado en los placeres de la fama y mucho más interesado en otros placeres, para el ejercicio de los cuales es imprescindible tener dinero. La respuesta del conserje es ejemplar: “Bueno, tenemos la Opera, donde en este momento...”. “No, no –lo interrumpe Newman–, me refiero a bailar, beber...” “Ah, entiendo –dice el conserje–, usted tiene el Naglo, el Majestic, el Laroy, el Gramunken... no, el Gramunken no.” “¿Por qué no?”, pregunta interesado Newman. “Porque en el Gramuken hay chicas jóvenes con ideas equivocadas”, responde el conserje, a lo que Newman exclama: “¡Oh, terrible!”. “Sí –agrega el conserje–, realmente terrible, voy a anotarle el nombre para que se acuerde de olvidarlo”, mientras garabatea en un papel. “Muy gentil de su parte”, dice Newman. “Estoy para servirle”, dice el conserje.

A la luz de lo que ocurrirá inmediatamente después, Newman-Craig acaba de abandonar el terreno de la confianza y el entendimiento mutuo. El conserje es alguien que habla su mismo idioma, maneja sus mismos códigos; alguien a quien si en algún momento Andrew Craig le gritara: “¡Abajo!”, no bajaría la mirada para ver si tiene los cordones de los zapatos desatados. Alguien con quien uno desearía que Paul Newman ya se hubiera encontrado, esté donde esté en este momento.

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