LA GATA SOBRE EL TEJADO DE ZINC CALIENTE: PAUL NEWMAN ES BRICK
› Por Alan Pauls
Aunque el cáncer lo mató más tarde que a otros, Paul Newman siempre tuvo un problema de salud. Tenía demasiada. Y quizá no haya nada más fatídico para un actor “del método” que un médico satisfecho, un hemograma en orden, un peritaje psicológico sin sobresaltos. Dean, Brando, Clift y todos los grandes actores de la escuela Strasberg eran básicamente el desequilibrio hecho carne. Tipos marcados, eclipsados, ensombrecidos por algo siempre más fuerte, desconocido y peligroso que ellos mismos. Tipos que, hicieran lo que hicieran, siempre estaban midiéndose con una fuerza que podía aplastarlos. (De ahí la hiperkinesia, la compulsión física, la multiplicación de tics, espasmos y movimientos reflejos que hizo célebre al programa del Actor’s Studio: si el actor estaba todo el tiempo haciendo algo –no importa si era el centro de la escena o no, si estaba en primer plano o a un costado menor del cuadro– era para no quedarse quieto, no dormirse, no ser blanco fácil, y evitar así que esa Fuerza espantosa se apoderara definitivamente de su cuerpo.)
Newman, en cambio, siempre estuvo en sus cabales. No le faltó nada, nunca. Parecía vivir en un mundo extraordinariamente seguro. Ver actuar a Dean o a Brando era ver a alguien que se ahoga buscando un poco de aire con la boca. Verlo actuar a Newman era verlo poner en práctica una especie de hobby, el tipo de pasatiempo al que se dedica con cuidado, con destreza, incluso con fervor –tres cosas que Newman siempre tuvo–, alguien a quien le sobra tiempo (es decir: salud). En La gata sobre el tejado de zinc caliente –un texto original de Tennessee Williams, el escritor que le dio al método la ficción que necesitaba para perpetuarse–, Newman hace el papel de Brick, un ex jugador de fútbol americano que busca ahogar en alcohol dos asedios monstruosos: el peso de su padre, a quien nunca ha podido satisfacer, y la culpa que le ha dejado la muerte de un amigo íntimo.
Como casi todos los héroes y heroínas de Williams, Brick es un puro efecto de la represión, la cara visible de una fuerza subterránea que sólo acepta manifestarse bajo la forma del síntoma. ¿Por qué, en el pellejo de Newman, ese personaje hecho a la medida del método –bello y mutilado, desvalido y brutal– queda reducido a la condición superflua de un desubicado, alguien a quien le tocaron el padre, el hermano, el objeto de deseo, incluso la estación del año y la temperatura equivocadas? Acompañado a lo largo de toda la película por una muleta (tiene un pie lastimado) y un vaso de whisky (en cuyo fondo no deja de buscar a su amigo muerto, o sus renglones de texto), Newman, el más “sobrio” de los actores del método, no produce nada, ni la condición pasiva que se supone que lo define, ni el sudor que hace brillar su cara impecable, como de maniquí de vidriera, ni su necesidad de alcohol. Devoto de la decadencia, Williams decidió que Brick fuera deportista –quiero creer– para poner mejor en evidencia el proceso de degradación que lo corroe, no para promover las bondades del ejercicio muscular. Eso es sin embargo lo que hace Newman con el personaje: sepultarlo, embalsamarlo, blindarlo con salud. El Brick de Newman está literalmente muerto. Eso es lo que suele pasar con los actores demasiado saludables: no tienen necesidad de vida (que es la verdadera definición de la vida).
Tal vez el problema sea también de contexto. Tal vez Newman siempre haya sido un actor demasiado económico –demasiado “europeo”– para el cine norteamericano, que a partir de los ‘50 se dejó colonizar por una política de la actuación que sólo creía (y enseñaba a creer) en la proliferación de signos. (Eso explicaría un poco el efecto que me produce Newman cada vez que lo veo, y que es exactamente el reverso del efecto que me producen actores como Brando, Clift, Dean, Malden o Steiger: no me parece un mal actor; me parece siempre un buen actor mal casteado.) Tal vez por eso, para resolver el problema, Newman haya tenido que cambiar de papel, dejar de actuar por un momento y ponerse a dirigir (y como director simpatizó más con el método que como actor). Tal vez por eso, mezcla singular de impotencia y de generosidad, toda la sed de alcohol, la desesperación, la fisura orgánica que había dejado afuera del Brick de La gata en el tejado de zinc caliente aparece con una nitidez feroz en Beatrice, la madre desquiciada que su mujer Joanne Woodward interpretó en La influencia de los rayos gamma en las margaritas del hombre de la luna, la extraña y bella película que Newman dirigió en 1972.
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