Dom 05.10.2008
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LA LEYENDA DEL INDOMABLE: PAUL NEWMAN ES “COOL HAND” JACKSON

Cuando fue mortal

› Por Luis Chitarroni

Lo último que había sabido de él es que no le gustaba ser viejo. El desagrado no lo singulariza mucho, pero adquiere una especie de agónica sabiduría en este ejemplar humano de espléndida naturaleza que supo encarnar a otro amigo ausente, Lew Archer. Como lo indicaba su apellido, Newman pertenecía a una estirpe especial de Hollywood, a la que pertenecían Brando, James Dean, Steve McQueen, dulces pájaros de juventud. Es el último que muere (y tal vez el más longevo). Sin duda, el menos torturado y tortuoso. Woodward y Newman fueron, como Rowlands y Casavettes, más allá de lo que tengamos ganas de averiguar acerca de su intimidad, parejas espléndidas, binomios invulnerables.

Para mí, la historia personal de amistad con su figura en la pantalla empieza con Cool Hand Luke, que acá se llamaba La leyenda del indomable, donde encarna al indoblegable expuesto en una figura silenciosa hasta el enigma. El revés del silencio de Brando, el silencio de Newman –por lo menos en esta película– nada tiene de taciturno: es el silencio glacial de quien puede sostenerlo con la mirada sin traicionar un ápice de sus pensamientos. En el film, un clásico de las películas de prisiones (con la escena famosa de la ingesta de huevos duros), Lucas “Cool Hand” Jackson cumple condena por un delito más o menos nimio. Los trabajos forzados no doblegan su orgullo. La leyenda le va creciendo alrededor, entorpecida a veces por el prosaísmo de los hechos reales, alentada por ese simposio de personajes secundarios que es George Kennedy. El bajo continuo del rumor

–amigo o enemigo–, una de las maravillas de Cool Hand Luke, reserva su ámbito de resonancia, amplía el horizonte que contiene, simultáneamente, intemperie y claustrofobia. En la mitad del film, Luke/Newman es ya tan heroico como el Michael Kolhaas de von Kleist: su órbita de obstinación es más fuerte que cualquier voluntad ajena, incluida la divina. El hombre que quise ser se ha convertido en eso que Newman siempre pareció: un dios.

Por eso la muerte de Newman, que acarrea su sistema de estragos en la caravana iluminada de la memoria, a él no debería importarle. Basta volver a verlo en La gata sobre el tejado de zinc caliente para advertir que la presencia de Elizabeth Taylor y la de él son concesiones de la belleza a lo visible, escenas o entreactos que nos es permitido ver por obra y gracia de la condescendencia demiúrgica. A la tallada prestancia que distinguía su persona, Newman agregó una simpatía de la que sus predecesores y pares estuvieron siempre exentos. En Butch Cassidy, sobre todo, donde una canción de Bacharach llueve sobre una pareja en bicicleta simulando un remedo terrenal de la única dicha posible, y donde su respuesta al Sundance Kid –Robert Redford–, que explica que no sabe nadar después de ser invitado a tirarse al precipicio, es el murmullo perfecto de modestia de la inmortalidad.

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