› Por Daniel Link
Me apresuro a tranquilizar a los espíritus conservadores y a los partidarios de la pseudoliteratura impresa en Barcelona: no vengo a decir que Lost sea una novela, porque Lost es mucho más que eso: es “lo novelesco sin la novela”, eso sobre lo cual no cesó de reflexionar un instante Roland Barthes.
Lost no es sólo, por lo tanto, el mejor programa de televisión jamás realizado hasta el momento, ni tan sólo una extraordinaria película de una duración desusada, sino un experimento estético-cultural de una dimensión tan abrumadora (y desarrollado, para colmo, desde el corazón de la chatarrería) que nos costará reponernos de sus efectos tóxicos: ¿Qué habremos de ver, después de Histoire(s) du cinéma y de Lost? ¿Sobre qué conversaremos en las fiestas? ¿Dónde habremos de buscar las preguntas que importan en relación con nuestro propio presente?
Lost no es (nunca fue) una serie episódica, sino un relato unitario, clasicista (realista) y arcaizante (lo mismo puede decirse de Kafka, de Beckett, de Pasolini). Al mismo tiempo, Lost se postuló como la narración del final de los tiempos y del más allá de la Historia, y se interroga cómo y por qué, habiendo ya perdido la humanidad sus rasgos y sus propiedades (habiendo desaparecido el “ser humano” como tal), la guerra, la violencia y la destrucción siguen existiendo y, sobre todo, cómo el relato sigue existiendo.
Tiene, en ése y otros muchos aspectos, un antecedente célebre: El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon. Como aquella novela insoportable movilizó todos los saberes para decir sencillamente que no sirven para nada, porque lo que siempre brilla (por delante o por detrás) es un conflicto primitivo entre la autoctonía, que nos devuelve siempre al barro del que alguna vez salimos, y la poiesis y su movimiento ascensional (conflicto encarnado en la figura de esos mellizos cuyas tribulaciones dominaron, con mayor o menor evidencia, la serie entera).
Como en El arco iris de gravedad, se parte también en Lost de vastas e improbables hipótesis científicas que, de pronto, conectan (de acuerdo con sistemas de agenciamientos un poco demenciales) con mitologías olvidadas, divinidades insepultas y conflictos primitivos sobre los modos de aparición y de organización de lo viviente.
Por eso, Lost no ha escatimado ni uno solo de los motivos de interrogación de las formas-de-vida: las comunidades utópicas (es decir, inoperantes), el buen salvaje, las conspiraciones, los modos de la reproducción, la isla desierta, la familia, las instituciones y las líneas de mando, los Estados “enemigos” del Imperio (Corea, Irak), los órdenes aberrantes (desde los “seis grados de separación” hasta las “ecuaciones de Valenzetti”), los enfrentamientos.
Todo lo que sucedió en Lost (la guerra, en primer lugar) se ordenó en relación con ese conflicto primitivo entre lo que domina el cielo (el avión de Oceanic) y las fuerzas de la Tierra (campos magnéticos, pozos subterráneos, la “fuente de la vida”). El loophole barroco, el rulo espacio-temporal que relaciona una cosa y la otra y que finalmente encuentra el hermano de Jacob, es el mismo a través del cual se cuela la historia que llega hasta nosotros para decirnos que, aunque no haya Historia, horrenda paradoja, siempre habrá guerra.
La sexta temporada (una vez que, como en las grandes obras de Beckett, todo hubo terminado ya una vez con la explosión de la bomba de hidrógeno que hundió para siempre el pie de cuatro dedos y todo lo demás) hizo de la simetría y de lo especular su motor narrativo (el juego de espejos deformantes, el bien y el mal, las repeticiones, los cruces y los quiasmos, etc.). Todo, como en las Historia, vuelve a suceder (el eterno retorno, Godot, Happy Days).
Si alguien, ¡todavía!, es capaz de sostener que Lost no ha sido pensada como forma novelesca ya no será por mera ignorancia (por no haber leído a Kafka, a Beckett o a Pasolini), sino por necedad y estupidez, la misma que, por necesidad estructural, caracterizó a ese personaje insufrible, Jack Shepard, destinado a perderse por igual en los laberintos de la historia y del relato, porque Jack es el personaje que mejor representa (mucho mejor que Hurley, por supuesto) a ese exasperado y exasperante telespectador de Lost que siempre está pidiendo más de lo que las imágenes pueden darle: un sentido que, por definición, se presenta como inalcanzable.
Ya desde el comienzo, con sus prolijas retrospecciones, Lost había indicado lo esencial de su política narrativa, organizada mediante flashes de presente y rememoraciones intercaladas. El método, convencional hasta la náusea, tuvo siempre en el cine la utilidad (nada menor) de evitar las largas peroratas explicativas. Pero, además, en Lost tienen un valor teórico: sirven para decir que toda historia está siempre horadada (incluso, que la Historia es lo agujereado) y que esos huecos de sentido son los que sostienen la intriga: “¿pero entonces...?”, “¿será que....?”, etc. El sentido no está en lo que se presenta sino en lo que es impresentable: el trazo de una ausencia. Lost hace de lo no dicho una regla dorada y una política ciertamente inquietante.
Esos agujeros del relato, lo que nos falta saber (el saber como falta), es lo que sucede (fragmentariamente, según la lógica del disco rayado que Lost explicitó, creo, en su cuarta temporada) ante nuestros ojos. No hacen falta explicaciones. Lo que pasó, lo que pasará, lo que hubiera pasado, lo que habría de suceder nos será mostrado en las pocas horas que faltan para que Lost termine para siempre.
Después, seguiremos discutiendo si está bien o mal tal pormenor de la trama, si es sensata o peregrina la resolución de aquella situación ya casi olvidada. Lo mismo sucede en los velorios, cuando los deudos recuerdan a sus muertos y empiezan a contar anécdotas. Jack, que es la taradez del mundo, no en vano se quejará, en alguna de las mil y una versiones de Lost, de que le han perdido el cadáver y le han arruinado el servicio fúnebre (“Quería terminar con esto lo antes posible”, dice). Y no en vano Locke (o la nada que se esconde en esa imagen) le contestará que la potencia es lo que importa: la potencia (el deseo) de relato, y no la brutalidad de los hechos.
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