FILOSOFIA
› Por Juan Pablo Bertazza
Del maremoto de novedades que propició Lost –Lostpedia, bajadas casi inmediatas y montañas de dvd truchos– no está exento el viejo formato del libro. Pero, a diferencia de lo que pasaba con clásicos de antaño como las películas de Hitchcock –por poner sólo un ejemplo, hizo falta que pasara mucho tiempo para que Zizek sacara su notable Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock (2003)–, con los episodios aun en caliente y, tal vez, antes de que terminaran de delinearse las alternativas del último capítulo, dos libros con título casi idéntico se propusieron desentrañar la filosofía de Lost. No sólo la que proviene de los nombres de muchos de sus personajes sino también la que atañe a su aspecto formal e, incluso, la que puede leerse en las repercusiones que Lost viene generando, desde hace más de un lustro, en sus adictos espectadores. Como las revistas sobre videojuegos de los ochenta y noventa, estos libros tienen algo casi banal de guías prácticas de truquitos para poder navegar por la serie pero también aportan análisis, reflexiones y preguntas inteligentes que, en verdad, ayudan a apreciar mejor la serie.
A pesar de ser bastante distintos –mientras que La filosofía de Lost (Libros del Zorzal) es un compilado de ensayos de investigadores de las universidades más prestigiosas del mundo, Lost, la filosofía (Grijalbo) es un compendio de pequeños ensayos, tal vez más coherentes entre sí–, las dos obras tienen en común destacar que lo que hace grandioso a Lost es su poder para encarnar, mediante la ficción, aquella resplandeciente paradoja según la cual el momento en que un hombre se encuentra a sí mismo es cuando está absolutamente perdido, algo que de hecho no va a cambiar una vez que el final de la serie esté cocinado. Otra de las grandes coincidencias que tienen ambos libros es, justamente, desconfiar un poco de las supuestas coincidencias que baraja la serie: algunos personajes llevan el nombre de filósofos como Rousseau, John Locke y Hume; si bien pueden llegar a incidir en su conducta, como es el caso de la salvaje Rousseau, otras veces no significan demasiado (el místico Locke poco tiene que ver con la filosofía empirista del filósofo inglés). Lo mismo sucede con algunos encuentros azarosos entre algunos de los personajes antes de que tuviera lugar el accidente aéreo del vuelo 815 de Oceanic. La mera posibilidad de que, mientras multitudes de todo el mundo se rompen la cabeza buscando las razones de estos encuentros, la serie sólo ponga de manifiesto el hecho de que muchas coincidencias sencillamente no sean trascendentes, es tan rotunda e insoportable como llegar a la conclusión, en el lecho de muerte, de que nuestra vida no tuvo ningún sentido.
Algo que, en definitiva, tiene que ver con descreer del sentido único y absoluto de la verdad, bandera fundamental de la filosofía metafísica clásica y que fue roto en mil pedazos por Deleuze y la deconstrucción de Derrida, entre otros. En ese sentido, si Jack Shepard es el personaje irritable y anacrónico que busca desesperado una verdad totalmente lógica que se le escapa de las manos en cada temporada, John Locke es el que más parece entender el deslizamiento permanente de esa verdad, mientras que el iraquí Sayid encarna el aspecto funesto y mortuorio que acarrea la búsqueda enceguecida de esa verdad –Sayid con tal de llegar a ella es capaz de matar y torturar–. Ahora bien, hay una escena en el decimooctavo episodio de la segunda temporada, tal vez una de las cumbres de Lost, en que Hurley se reencuentra en plena isla con Dave, su supuesto amigo imaginario que se le aparecía en el manicomio y ahora trata de convencerlo, en clave Berkeley (el obispo filósofo), de que el accidente, los personajes y las situaciones no son más que producto de su enfermedad mental. Dave dice, básicamente, que Lost no existe, que es un delirio de Hurley creado en su internación psiquiátrica, de la que nunca habría salido. Totalmente desesperado, dubitativo y eclipsado, Hurley empieza a mirar con cariño el precipicio, tal vez la única forma de comprobar si lo que Dave dice es real o no –otra vez, la relación entre la muerte y la verdad absoluta–. Pero justo en ese momento llega Libby, la psicóloga con la que tuvo un fugaz romance, para evitar que se suicide y convencerlo con dos besos y pocas palabras de que él no estaba loco. Entonces, en un flashback desgarrador, justo cuando Hurley empieza a darse cuenta de que todo lo que necesita es amor, nos enteramos de que la propia Libby era también paciente del neuropsiquiátrico donde estaba internado Hurley. ¿Cuál de las dos verdades es la verdadera? Además de postular, probablemente, que lo que llamamos verdad no es otra cosa que una versión intercambiable y escurridiza entre variantes con los mismos personajes, y de que, en todo caso, la diferencia la hace la confianza y, en última instancia, el amor, hay algo en Lost que, incluso, parece crear un puente entre la filosofía clásica y la contemporánea, un puente que cruza constantemente de una orilla a la otra, como en esos saltos temporales que comenzaron en la quinta temporada y dejaron desconcertados tanto a personajes como a espectadores.
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