Domingo, 6 de marzo de 2011 | Hoy
Por Juan Ignacio Boido
“El tema policial me empezó a interesar porque cuando yo era pendeja la quiniela era clandestina y mi vieja levantaba quiniela. Ese alerta permanente que había en la casa –tener la puerta bien cerrada, mirar antes de abrir– ya a los cinco años me hizo pensar en esa cosa terrible que es la policía, tipos que, porque mi vieja levantaba quiniela y sacaba dos mangos, la podían mandar en cana. Así que ese juego de gato y ratón me gustaba. Escribí mi primera crónica policial contra el almacenero del barrio. El tipo siempre te afanaba unos gramos de cualquier cosa que compraras, así que escribí una denuncia, hice unas copias y las repartí por el barrio. Esa fue mi primera empresa periodística. Por supuesto, mi vieja me cagó a palos porque el tipo le fiaba. Entonces aprendí lo que después vi que pasaba en las empresas: el almacenero era el publicista de la olla de mi casa.”
“Las hipótesis que aventuraba mi vieja sobre los crímenes que leía en Crítica y las radionovelas policiales me fueron dando el lenguaje y me ayudaron a descubrir que me interesa el policial popular. Creo que la sociedad es delictiva y que esto sólo lo puede barrer una revolución que no deje nada en pie. Por eso no me interesan las investigaciones o hipótesis sobre grandes robos o atentados como el de la AMIA: sigo los casos para sumar información, pero ya sabemos que todos esos crímenes parten del Estado, una manga de políticos irrecuperables. ¿Qué investigación van a emprender, si son ellos los culpables? Me interesan las historias cotidianas. Por ejemplo: voy a un barrio donde un tipo le sacó a una madre cinco fotos color con todos sus hijos. Le dice que son diez pesos, cinco por adelantado, para el revelado y el marco. Los cobra y no vuelve más. Si los políticos no se calientan por estas cosas, el descontento va a seguir siendo cada vez mayor, y en algún momento van a saltar el Riachuelo, van a atravesar La Matanza y se van a cargar a los charlatanes. Mientras, yo me encargo de los casos en los que se matan con un cuchillo de cocina. Lo que llamo el policial tramontina”.
“A Enrique Sdrech le gusta Agatha Christie y a mí me gusta Roberto Arlt. Me gustan algunos del policial norteamericano, pero sobre todo Roberto Arlt. Los yanquis tienen asesinos seriales porque son casos que se dan en sociedades superindustrializadas, en tipos para los que matar se convierte en una forma de fordismo: en vez de montar piezas en serie, matan, matan, matan. Me interesa ver cómo se transforman en máquinas de matar. Pero acá, la serie es distinta. Se da en los militares y los policías: zurdo, cabecita, paragua, yoruga. Por eso Arlt me parece el mejor cronista de la sociedad policial en la que vivimos. Yo soy titiritera, y siempre me gustó hacer obras de ladrones donde se descubre quién es el chorro.”
“De vuelta en Nueva York de la casa de Kerouac, me invitaron a ver La hora de los hornos. Después de ver eso, dije Chau, yo me voy para Argentina a hacer la revolución. Caí en el ‘74. Empecé a militar en el PST y laburaba de lo que podía, sobre todo vendiendo helados. Después de Malvinas entré a La Voz, un diario de Olavarría, después en La Gaceta de la tarde, y después recalé en la revista ¡Esto!, que dirigía Pancho Loiácono. Eso estaba bueno. A Pancho le gustaba tener gente de izquierda y de derecha para que fuera un quilombo. La propuesta de la revista me gustó. Teníamos a Juan Carlos Pérez, nuestro corresponsal en la cárcel. En ¡Esto! fue donde terminé de pulir el lenguaje policial; hasta teníamos permitido crear palabras. Como hienario. O la expresión un ajuste de amor. Lo mismo que desde el ‘86 hago en Crónica. Ese lenguaje riquísimo que no reflejan las crónicas policiales ni las novelas, aparecía en ¡Esto! y ahora aparece en Crónica.”
“El caso de la doctora Giubileo me emocionó mucho. Para empezar, y esto lo dijo la policía, porque la tiraron en un pantano que no podían rastrillar por la cantidad de desaparecidos que iban a encontrar. Y además por su personalidad: en el momento en que la mataron, era una persona que tenía cinco amantes: yo no puedo mantener ni una relación y ella tenía cinco. Entonces me puse a pensar en el caso, hasta que sentí cómo se transmitía la mente de la tipa dentro mis elucubraciones. Y ahí dije mejor paramos. Porque si me voy a involucrar de tal manera en la mente de una tipa, me dedico a ser psicóloga.”
“Me fui a Nueva York, buscando a Allen Ginsberg. Me hice hippie y estuve cuatro años buscándolo: yo vivía en la 11 entre la B y la C; tres años después, cuando ya casi me había resignado a no encontrarlo, me lo encontré en el correo. Resultó que él vivía en la 10 entre la C y la D, a tres cuadras de mi casa. Fue en el ‘69. Durante siete años viví vendiendo los pescaditos de espinaca que hacía mi vieja acá en un restaurante de comida macrobiótica. Pero conocí a Ginsberg y ese mismo año casi conocí a Kerouac. Un día estábamos on the road con Héctor Libertella, cuando vimos un cartel con el nombre del pueblo donde vivía Kerouac. Nos mandamos. Caímos cinco latinos en la casa donde había vivido el tipo. Nos recibió el cuñado. Era principios de noviembre y Kerouac había muerto el 21 de octubre. Le mentimos: le dijimos que llegábamos especialmente desde la Argentina. Nos hizo pasar. Nos consideró adorables. Charlamos un rato. Yo me quería afanar uno de los dibujos de Kerouac, pero la moral de Héctor Libertella y otros no me lo permitieron.”
“Es mentira que los medios son el amparo de los chorros. Es mentira que llaman a Crónica TV porque con las cámaras prendidas no los van a liquidar. En Ramallo los liquidaron adelante de todas las cámaras. Los chorros quieren ser famosos y punto. Por eso no tengo ni nunca tuve particular simpatía por el chorro. No me interesa. Yo no soy una reventada. Ponele los boqueteros: te sorprenden un segundo, pero enseguida te das cuenta que no son chorros con bandita como hace cuarenta años, que entraban pistola en mano y todos quietos. Ahora se necesitan planos de túneles y cañerías. ¿Y eso quién lo consigue? La policía. Y con respecto a los otros, no me vengan a festejar a alguien que le afana el sueldo a otro. Yo tengo las ideas bien puestas. No tengo los valores cambiados. Estoy siempre a favor de la víctima, no del que te revienta la cabeza. Yo quiero un mundo mejor, y en un mundo mejor nadie le afana a nadie.”
Estas declaraciones de Martha Ferro están tomadas de “Sangre sabia”, una breve historia del policial argentino de Juan Ignacio Boido incluida en el número de febrero del 2000 de la occisa revista Página/30.
“¿Por qué me gusta el policial tramontina? Porque no me va eso de que una Fundación te dé diez lucas para investigar y después publicar un libro sobre un caso en el que ya sabemos quiénes son los culpables. En los casos simples está todo. Vos llegás, te enterás que el tipo volvía de laburar y que los chorros de ese barrio están entongados con la comisaría tal; los vivos éstos le quieren cobrar peaje y como el tipo se niega, un jefe, que vive en la casilla tal, dice sonaste viejo y lo ejecuta. En ese tipo de casos, llegás y, si sabés laburar, el barrio te cuenta quién fue y por qué. Ahí está todo. Cuando el barrio bate algo, no se equivoca. Por eso, si la policía no descubre es porque no quiere. Mirá, el caso más truculento del que me acuerdo, lo resolvieron los chicos de la calle. Fue así: una nena vendía estampitas en el tren. La madre denuncia que la nena desaparece. A los pocos días empiezan a aparecer en el barrio restos de una criatura. Los forenses dictaminan que probablemente sean restos de la nena y que había comido pollo. Los chicos que vendían con ella estampitas de la estación Ramos Mejía a la de Moreno ven el identikit de la nena que había salido en Crónica. Van a la policía. Siempre tan amable, la policía los caga a palos pensando que habían sido ellos. Pero por los datos que dan, sale que la madre es una prostituta, que la nena tenía que llevar por lo menos diez pesos, y que el día que la mataron la madre y el tipo con el que estaba habían comido pollo. Y por el identikit que publicamos y los pibes de la calle, se descubrió que la madre la había descuartizado. Al caso le pusimos La virgencita de los trenes.”
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