Domingo, 6 de marzo de 2011 | Hoy
Por Carmen Guarini
La noticia me llegó sin anestesia. La esperaba en cualquier momento de estos últimos siete años, cuando los mails con los chistes se hacían escasos, la inquietud crecía. Pero dolió de manera impensada. Los dolores son siempre inesperados y “malvenidos”.
Pocas veces una persona impactó en mi vida del modo en que Martha lo hizo. Fue una admiración casi inmediata y sin firuletes, como diría la susodicha. Tuve, recuerdo, mucha expectativa en nuestro primer encuentro. Yo había comenzado a investigar para el film Tinta Roja y en esos escarceos me había metido de lleno en la redacción de la revista ¡Esto!, que dirigía el inconmensurable e inesperado “boss” Pancho Loiácono, quien en la primera entrevista enseguida me dijo: “Vos tenés que hablar con Martha Ferro”. Pero me tocó esperar unos cuantos días, porque no siempre andaba por la redacción y esto le agregó adrenalina a esa primera cita.
Muy rápido entendí que ella era una periodista de la gente y ahí estaba, metida siempre en los velorios de muertes tempranas, violentas, sucias. Escuchando atentamente el signo zodiacal del muerto o de la muerta y compartiendo mate con las vecinas que lloraban esos hechos naturalizados por la necesidad y la pobreza.
Ella andaba metida entre los costados más poéticos de las noticias duras, sacando literatura de la mugre. Hurgando en las miserias de todos, para poder entender la ausencia de paraíso.
Martha “era lo más” y cada encuentro con ella, para el café o la cerveza, que siguieron durante muchos años después a aquella primera aventura cinematográfica, eran momentos esperados.
Por eso no dudé en invitarla a una segunda experiencia, cortita pero intensa, ya que se trataba de denunciar a un represor en El diablo entre las flores y se unió al proyecto a pesar de que los dolores ya la acechaban.
Martha era para mí una fuente de ilustración y de impulso de vida. Una vida que ella alejaba para sí a pesar de mis retos amistosos. Ella estaba para atender otras necesidades, no las propias. La de los pibes de la calle, la de los jóvenes perdidos por la droga, la de la gente humilde que sólo pedía una oportunidad.
Siempre estuvo atenta a las historias que podían devenir un film (“tengo una idea para vos”) o a construirlas, como pensando que nuestros encuentros necesitaban alguna excusa.
Daba envidia ver cómo, cuando la enfermedad la acorraló, ella supo alejarla construyéndose una vida nueva, allá en Olavarría, adonde fue a quedarse para siempre, no sin antes ayudar a armar un espacio para los jóvenes. Su espíritu titiritero no la dejaba estarse quieta.
Agradezco el privilegio de haberla encontrado. Quisiera evitar los lugares comunes a la hora de las despedidas definitivas de quienes amamos, pero debo decir que esta gran mujer era realmente una pieza secreta, llena de luz y de sabiduría.
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