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Domingo, 29 de enero de 2012

Siempre creciendo

 Por Ariel Dorfman

Con el tiempo –¿pueden haber pasado quince años desde su muerte?–, Soriano no ha dejado de crecer. Y afirmar eso ya da qué pensar, puesto que comenzó su carrera literaria, por lo menos para mí, de una manera explosiva y maravillosa. De hecho, lo conocí –o mejor dicho, lo reconocí – en momentos en que era triste, solitario y, lejos de ser final, principiando su trayectoria de escritor. Aunque he contado esta historia antes, vale la pena quizás reiterarla, porque en los orígenes modestos pueden a menudo desentrañarse los gérmenes de un futuro magnífico. Y porque él sería el primero en asegurarme, con esa sonrisa socarrona suya, que algunas anécdotas vale la pena contarlas varias veces, aunque no sean de fútbol ni de gatos.

Fue en enero de 1973 y yo sufría de insomnio y asma en un piso alto del hotel Habana Libre, ambas condiciones agravadas por el hecho de que, como jurado del concurso de novela de Casa de las Américas, no había podido encontrar ni un texto que pudiera recibir el premio. Y entonces, a una hora insólita de la premadrugada, cayó Triste, solitario y final en mis manos y no dejé de leer esa peripecia del Gordo y el Flaco y Marlowe y Carlitos Chaplin y Jane Fonda hasta que devoré su última línea y enseguida me puse a dar brincos por los pasillos del hotel para despertar a mis cojurados y compartir con ellos la alegría de haber descubierto a un deslumbrante ejercicio narrativo. Insisto: no tenía en ese momento ninguna idea de quién podía ser el autor que se escondía detrás de ese seudónimo. Pero me pareció en ese momento, como me iban a parecer casi todos los libros posteriores de Soriano (hay un par que me gustan menos), de una originalidad absolutamente refrescante. Me hallaba frente a un autor que no temía lo popular –en todas sus dimensiones. Que no temía hacer añicos los cánones literarios con desparpajo y alevosía. Que no temía interrogar el poder represivo y los mitos del momento con un humor corrosivo y excéntrico. Que se apropiaba de los desperdicios y glorias de los medios de comunicación como Borges se había adueñado de las sagas de Islandia y los oasis literarios del Medio Oriente.

Todo eso sigue vigente hoy.

Todo eso nos sigue haciendo falta hoy.

Léanlo como yo lo leí: sin que se supiera quién era, sin el bagaje de su renombre o las polémicas a favor o en contra. Léanlo como si Soriano estuviera –lo que es cierto, tiene que ser cierto para todo gran autor– recién principiando, como si fuera triste, solitario y, claro que sí, abriendo el mundo por la primera y perpetua vez.

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