Domingo, 29 de enero de 2012 | Hoy
Por Cristina Feijoo
La cocina es el lugar que más me gusta de la casa; es el lugar del mate y las charlas íntimas. Por eso en la cocina, en un marco simple detrás de un vidrio, cuelga desde hace más de veinte años un artículo de Soriano que recortamos de Página/12. Entre otras cosas, allí dice Soriano: “La dictadura ha significado, para mí, el mal absoluto... desterraron la solidaridad, el barrio, la noche populosa. Prohibieron a Einstein y a Gardel. Abrieron autopistas y llenaron de cadáveres los cimientos del país”. Se preguntaba, como nos preguntábamos muchos, qué pasó en las almas de los argentinos entre 1976 y 1983. Para él, era un enigma. Porque después, claro, llegó el menemismo, y “en esos años vergonzosos se impusieron los valores del éxito a cualquier costo por sobre la idea de felicidad compartida”. Soriano, en sus artículos, nos interpreta como nadie, y en sus novelas nos describe y nos cuenta. Somos esos personajes un poco ridículos, un poco absurdos que el azar arrastra, somos esos disparatados, sensibleros, esos hijos de vecino que no se treparían a un estrado porque se huelen que alguien les pondría una cáscara de banana. El sabía que se estaba mejor aquí abajo, entre nosotros. Graciela Lo Prete, una ex presa política de mi grupo carcelario, exiliada en París, conoció a Soriano y contó ese encuentro en una carta. Estaba escribiendo sus memorias sobre la prisión y andaba en busca de consejo. Cuenta: “Me dieron la dirección de un escritor argentino profesional, que vive aquí, y nos encontramos en un café con una consigna: yo llevaría el libro Rayuela en una mano. Se llama Osvaldo Soriano y vive de lo que escribe; yo no leí nada de él pero ha publicado casi todo en francés (se lo traducen); resultó un gordito bueno, muy conversador, muy dispuesto. Previniéndose contra la cantidad de chantas que lo van a ver para que él les dé su opinión sobre lo que escriben, me dijo: ‘Mirá, escribir es un oficio, un trabajo, con su tiempo, con sus técnicas, como cualquier otro, como el de electricista o plomero. A mí me viene a ver gente con diez páginas que escribieron en dos días de inspiración y eso no sirve. Si lo que vos querés es dar un testimonio más o menos correcto, es una cosa, pero si vos querés hacer literatura con eso, bueno, tenés que dedicarte a eso y prácticamente a nada más’. Yo, buscando salir de las miasmas de mi cueva solitaria le pregunto. ‘Pero vos, aparte de escribir solo, ¿te reunís con alguien, tenés alguna forma de inserción en la sociedad francesa?’ ‘¡Ah, no!’, me dijo, ‘es muy difícil; ellos están ahí, con sus invitaciones formales para cenar con un mes de anticipación, que, aparte, a mí me revientan, porque yo soy un hombre de café; y encima los códigos son tan diferentes... no vislumbran el significado de la palabra mufa, no entienden el tango y son incapaces de reírse de Los desconocidos de siempre’; y ahí relatamos los dos al mismo tiempo el episodio del flaquito que se disfraza y cuando los demás se ríen se defiende asombrado: ‘Ma... ¡io sono sportivo’”.
Graciela se suicidó y dejó inconcluso el libro. Veinte años después el manuscrito fue encontrado y publicado; este encuentro figura en el epílogo. Vuelvo al cuadro que cuelga en mi cocina. Es un artículo amargo, que se titula El mal absoluto. Con todo, se aprecia cuánto amaba Soriano al país y de qué modo intuía el fondo cambiante del alma argentina; por eso, termina el artículo hablando de los jóvenes. Dice: “Acaso a ellos les espera una gran aventura republicana, pacífica y fraternal. No se trata de una nueva ideología. Ni siquiera de cambiar la historia. Simplemente decirle no al olvido y levantar las viejas banderas de mayo, las que alguna vez hicieron de este país una Nación rebelde y orgullosa”. Grande, Gordo.
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