Domingo, 29 de enero de 2012 | Hoy
Por Carlos Bosch
Lo conocí a fines de 1969 en la redacción de la revista Semana Gráfica de Editorial Abril. Llegaba de Tandil y parecía empeñado en demostrar lo que no era. Se hacía el serio, el reservado, con la mirada clavada en el teclado de la IBM, lo que hacía más evidente la calvicie precoz de sus 26 años, pero en realidad era un tímido Ulises que venía de un largo viaje por una vida casi nómade con ganas de contar todo lo que había vivido.
El comenzaba su carrera periodística y yo mi vida de “chasirete”. Nuestro primer reportaje juntos fue un viaje a General Villegas con la idea loca de desentrañar los verdaderos personajes de Boquitas pintadas, de Manuel Puig. Fuimos Osvaldo, Mempo Giardinelli (otro novato que venía del Chaco) y yo. El reportaje fue un fracaso pues no conseguimos la mínima información necesaria y Osvaldo que aspiraba a ser Chandler, Mempo a ser Hemingway y yo a ser Cartier-Bresson, volvimos sin la nota, frustrados pero contentos, sobre todo yo, pues había ganado dos amigos para toda la vida.
En aquella época, Osvaldo estaba escribiendo una novela sobre “El Gordo y El Flaco”. Me acuerdo de que a más de uno aquello le causaba gracia y un cierto desdén... ¡escribir sobre esos dos! Confieso que yo dudaba de la idea, hasta que Osvaldo empezó a contar. Se sabía de memoria cada plano de cada una de sus películas. Conocía cómo se habían filmado y dónde, sabía de los conflictos de “pareja” del dúo, hablaba de Stan Laurel como si fuera su vecino.
Eran parte de su vida.
Y un día el Gordo se apareció en la redacción, con esa sonrisa de clown que tenía, agitando un billete de avión. Se iba a Hollywood a terminar de investigar la vida de Laurel. Cuando volvió tenía el título de su novela: Triste, solitario y final.
Los años pasaron, nos tuvimos que ir del país y nos reencontramos en Barcelona a fines de los ‘70 y principios de los ‘80. El vivía en Bruselas y luego en París. Viajaba a Barcelona cada tanto para ver a su agente literaria. Yo tenía un piso muy amplio del que utilizaba sólo la mitad, así que le ofrecía a Osvaldo esa parte para que viviera y escribiera tranquilo. Allí escribió Cuarteles de invierno.
El Gordo era noctámbulo. Nunca supe a qué hora se acostaba, pero durante la noche lo escuchaba jugar en un antiguo flipper que yo había rescatado de un viejo bar del barrio y al que le tuve que poner gomaespuma en las campanas para no despertar al vecindario. Era su pasatiempo favorito. Sé que se levantaba a eso de las 4 de la tarde y nos encontrábamos luego en un bar aragonés que estaba justo frente a mi casa, que era como mi living, y nos reuníamos con Luis Luchi, Alberto Szpumberg y a veces caía el Tata Cedrón, en una especie de tertulia que era una mezcla de recuerdos de infancia y juventud de una Argentina que ya no era, intercambios de noticias de compañeros exiliados o desaparecidos, objetivos políticos y mucha tristeza y mucho rencor. La última vez que lo vi fue en 1983. El se volvía y yo planeaba alejarme todavía un poco más. Me iba a Luxemburgo. No supe de su muerte hasta dos meses después. Mi padre, que vivía en Buenos Aires, no quiso comunicarme la noticia en su momento: no quería darme “esa tristeza”.
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