Domingo, 6 de mayo de 2012 | Hoy
Los relatos imaginarios que siguen forman parte de un trabajo más amplio titulado Cuentos de fotógrafos y fueron escritos como la reflexión sobre los horrores, inquietudes y certezas que, imaginé, pudieron palpitar detrás de algunas fotografías significativas, realizadas en la Argentina. En el prólogo de un libro de Gustav Thorlichen, Jorge Luis Borges sostiene que la vastedad de la pampa no puede ser jamás captada por una cámara fotográfica. Señala Borges que “su amplitud no está en una percepción singular sino en la imaginación del viajero, en su memoria de jornadas de marcha y en su previsión de otras muchas”. Quizás, las cuatro historias siguientes, referidas a la relación entre pueblos originarios y fotógrafos, puedan contribuir a echar luz sobre los momentos previos o posteriores al instante en que fueron realizadas. Y ayuden, por vía onírica, a comprender la mirada excluyente o comprensiva que late detrás de algunos de estos registros.
> Iulius Popper: hombres, no animales
En la entrada al pequeño poblado apodado “El Páramo”, que el rumano Iulius Popper levantó en 1886 en Tierra del Fuego como base para sus exploraciones auríferas, había un cartel: “Lasciate ogni speranza voi che’entrate”. Es que, de aquel paraje extremo, se salía rico o muerto. El límite entre ambos destinos lo trazaban los indios y la suerte. Pero para inclinar la balanza a su favor Popper tenía un arma novedosa que usaba sin piedad: el winchester a repetición.
Hacía tiempo que Iulius dormía mal, soñando una y otra vez con un joven selk’nam que había matado allí cerca. Lo había encontrado de repente, agazapado en una mata negra de la tundra. El ona había intentado escapar, pero Popper le había hecho explotar en pedazos la cuarta vértebra cervical con su rifle. Era un joven de como veinte años, lampiño y con ojos grandes y negros. Aunque lo primero que le llamó la atención a Popper cuando se acercó al muchacho y lo dio vuelta fue su sexo, que como todo ona llevaba atado a su pierna. Recién entonces el rumano se dio cuenta de que el joven no había muerto, por lo que se apartó rápidamente y recargó el arma. Pero el joven estaba paralizado. Sólo sus ojos se movían eléctricamente ante la inminencia de la muerte, y su boca, que profería una canto gutural. El resto de su humanidad, que había quedado tendida en la tierra con los brazos abiertos, le pareció de golpe, a Iulius, como una escultura inerte y admirable.
Popper se sentó a su lado. La parálisis de su víctima le daría la oportunidad de observar su agonía. Pero, de repente, algo le llamó la atención. Acercó entonces su rostro casi hasta tocar la cara del ona y clavó sus ojos en las pupilas del indio. En ese gesto para escrutarlo, sintió que las cejas del salvaje tocaban las suyas y que su boca rozaba sus propios labios. Luego lo invadió el olor rancio de la grasa de ballena que cubría la piel del aborigen. Casi sin quererlo, la curiosidad se instaló en su mano y auscultó con sus dedos el pecho pegoteado del indio. Después, su palma se perdió en la tensión de sus biceps y de sus muslos. Y hasta en el sexo del selk’nam, que rozó apenas con la yema de sus dedos, por el respeto súbito que le infundió la inminencia de su muerte. Pero ese contacto produjo una revolución en los ojos del aborigen, que ante su propia vista cambiaron de color. Fue entonces cuando Iulius descubrió lo que nunca había querido ver: en las innumerables cacerías que habían sacado callos a sus dedos de tanto gatillar el winchester no había matado bestias: había matado hombres.
Preso del pánico por el descubrimiento, Popper descerrajó dos tiros más que atravesaron al joven. Después volvió a El Páramo y ordenó a algunos soldados que cargaran la enorme cámara de placas con la que volvió al sitio donde había matado al ona. Una vez allí recogió el arco y las flechas del aborigen y colocó esos elementos cerca de sus manos ya inertes. Luego miró por el visor, dispuso a tres soldados cerca del muerto, en posición de tiro, y dejó espacio en el medio de la fotografía para él mismo. Recién entonces introdujo una placa en el aparato e instruyó al recluta más joven para que sostuviera la pera de goma del cable disparador de la máquina y estuviera listo para apretarla cuado él se lo ordenara. Luego entró en cuadro, se apoyó en el rifle, adoptó una posición triunfal y dio el vía.
Pocos meses después, Popper dio una conferencia el Instituto Geográfico Militar de Buenos Aires sobre sus exploraciones en el último confín de la tierra, en donde exhibió esa y otras fotografías que causaron gran impacto en la audiencia. La serie de imágenes forma parte de un álbum, una de cuyas copias se conserva en el Museo del Fin del Mundo de Ushuaia. El rumano murió asesinado por un joven, seis años después, dentro de su cuarto de hotel de Buenos Aires. Los motivos de esa muerte nunca fueron aclarados. Algunas crónicas de la época hablan del olor rancio, como a grasa de ballena, que emanaba el cuerpo del rumano cuando fue encontrado.
> Martín Gusinde en Tierra del Fuego
–Nosotros no tenemos libertad de decidir nuestra vida –dijo Tenenésk serio. El jefe espiritual de aquel grupo de aborígenes que poblaban gran parte de la inmensa isla de Tierra del Fuego hablaba con solemnidad. Dos rayas gruesas, pintadas en su rostro, cruzaban sus mejillas de lado a lado, como si fuesen unos bigotes invertidos que se encontraban bajo la nariz con los propios. Un gran poncho de guanaco cubría sus hombros.
–Los blancos deciden por nosotros desde hace mucho. Nos persiguen, nos cortan las orejas, nos matan –continuó el chamán, oscuro.
–Tenenésk –dijo entonces el sacerdote Martín Gusinde–, usted sabe que el motivo que me ha traído hasta esta tierra lejanísima en Tierra del Fuego desde Austria no tiene nada que ver con la muerte. Al contrario. Tiene que ver con la unificación de todos los pueblos bajo el manto divino del único Dios verdadero. Ese que llevamos todos en el alma, como pretendo confirmar con mis investigaciones.
–Pero sus fotografías son la prueba de lo contrario –respondió el chamán.
–¿Cómo? –preguntó en ese momento el sacerdote.
–Fíjese, sus fotos afirman que esos dos hombres que capturó su máquina junto a la choza en donde realizamos nuestra ceremonia del Hain, son distintos. En cambio, son uno solo, porque todos nosotros somos uno solo. Sus fotografías mienten, señor Gusinde. Porque muestran sólo la superficie. Y hay cosas que tienen apariencias distintas pero en el fondo son lo mismo, ¿entiende? Su máquina que registra diferencias no es buena para encontrar espíritus iguales. Usted vino aquí a probar que hay un solo dios. Pero, con la excusa de unir, usa esa máquina que separa.
Tenenésk hizo una pausa.
–Ya le he permitido fotografiar suficiente –continuó diciendo–. Ahora, recoja sus cosas y no vuelva a nuestra tierra. Nuestro dios Temaukel no desea verlo más por estos pagos. El no busca imponerse a ningún otro. Nuestra raza está acabándose y el último de nosotros se llevará a nuestro dios con él. ¡Entonces podrá reinar el suyo! –exclamó Tenenésk y se retiró caminando por el bosque helado de ñires.
Una hora después, Martín Gusinde cabalgaba hacia Punta Arenas. Iba en silencio. En su mochila, cincuenta y dos negativos iban apilados, listos para encontrarse con otra cultura. Prontos a testificar el fracaso de su proyecto de encontrar su mismo Dios en el alma de los habitantes de aquella tierra prístina. Inútiles para demostrar, a través de ese artificio técnico, engañoso y limitado que es la fotografía, que Tenenésk, él y los selk’nam, llevaban dentro al mismo dios. Un Ser Supremo que Martín Gusinde no había sido capaz de reconocer en aquella figura mítica de Temaukel, pero cuya memoria espiritual había registrado para el futuro, sin darse cuenta, en esa fotografía de los dos hombres. Muy poco antes de que, en nombre de ese Dios único y autoritario, adorado por Gusinde pero ajeno a aquel sitio, hombres de otras latitudes exterminasen del todo a aquel pueblo.
> Antonio Pozzo y la Conquista del Desierto
–¡Mire Pozzo, su trabajo es importantísimo para el futuro de la nación! –dijo general Roca desde el escritorio francés que, junto con una cama, constituían el único mobiliario de la tienda de campaña que levantaba una y otra vez en la llanura para dirigir la guerra. Roca había partido de Carhué en abril de 1879, comandando la primera división y estaba llegando a Choele Choel un mes después, sin disparar un solo tiro. Otras cuatro divisiones le abrían paso. Eran esos hombres los que mataban.
–El solo hecho de registrar esta campaña transformará esta gesta en un hecho histórico –le explicó Rocca a Antonio Pozzo, el fotógrafo que había contratado para plasmar su pantomima de guerra–. Sus vistas disciplinarán el paisaje y civilizarán la barbarie tal como lo hacen ya el telégrafo y el Remington. Por eso le he pedido que venga con nosotros –le explicó a continuación, apasionado.
–¡Muchas gracias –respondió Pozzo–, es un honor, general! Pero no comprendo bien –inquirió.
–Le explico, Pozzo –dijo entonces el ministro de Guerra–. Es muy importante que en sus vistas la pampa se vea lejana, vacía: un inmenso territorio por ocupar. No incluya nunca en sus imágenes a la chusma de indios ni, por supuesto, a la muerte –aclaró–. ¡Realice sólo tomas que celebren la conquista!
–Pero... ¿y la lucha? ¿Y la masacre forzosa que conllevará? –preguntó el fotógrafo, inocente.
–Oigame bien, Pozzo, hoy ya nadie duda de que la fotografía es una prueba irrefutable de la realidad –dijo en ese momento Roca, visiblemente molesto–. Así que no importa demasiado cómo sean en verdad las cosas –continuó–. Gran parte de esta batalla la ganaremos en sus vistas. Tenga en cuenta que no llamaremos a esta gesta “La conquista de los pampas”, ni “La conquista de los ranqueles”. Una vez que despejemos de bárbaros la llanura, llamaremos a esta saga “La conquista del desierto” y sus vistas deberán corroborar lo vacante de la tierra. Y esto no es una sugerencia, le estoy dando una orden –terminó diciendo el general.
Antonio Pozzo cumplió a rajatabla las instrucciones de Roca. Ninguna de sus fotografías refieren lucha ni muerte alguna. Salvo en algunas fotografías del alto mando tomadas en primer plano, en el resto de sus “vistas” la tropa aparece como un batallón lejano de hormigas en una enorme planicie vacía. Los pocos indios que muestran sus fotografías pertenecen a tribus amigas del ejército y la pampa se muestra como un gran desierto olvidado. La retribución que recibió Antonio Pozzo por la exactitud con que plasmó los deseos de Roca en sus fotografías consistió en dos medallas y una parcela de tierra... Desocupada.
> Grete Stern y los ladrones de almas
Cuando despuntó el alba de aquella incipiente primavera de 1964, hacía rato que el automóvil que manejaba Grete Stern avanzaba por la tortuosa ruta número ochenta y uno que une la ciudad de Formosa con la de Ingeniero Juárez. La fotógrafa alemana tenía entonces sesenta años y había decidido viajar sola para realizar el reportaje más vasto que había intentado en su carrera. Aquella mujer educada en la Bauhaus y venida de aquella geografía europea hasta esta tierra del caranday, del chaguar y de los osos hormigueros, había entendido que en aquel interior profundo de su patria adoptiva y adherida a sus habitantes más olvidados, se escondía una parte fundamental de la identidad argentina. Y había decidido fotografiarla.
Grete detuvo el automóvil bajo un frondoso palo borracho, para reponerse del calor que a esa hora comenzaba a ser insoportable. Con su cámara en una mano, buscó un tronco donde sentarse. Desde allí tomó una fotografía de la copa espléndida del árbol. Luego agachó su cabeza y volcó toda el agua que llevaba en la cantimplora que colgaba de su cintura. Estuvo en esa posición unos segundos, con los ojos cerrados, envuelta en una sensación de frescura. Pero cuando volvió a incorporarse, vio a un joven, parado frente a ella, que la observaba en silencio. El toba era alto, de tez morena y ojos tristes. Grete se paró y dio un paso hacia atrás, envuelta en pánico. Pero en ese movimiento tropezó y cayó de espaldas. Cuando quiso levantarse, sintió una descarga eléctrica en todo el cuerpo. Lo último que alcanzó a ver fue la mirada preocupada del joven mientras le arrancaba una araña violeta del cuello. A los pocos segundos quedó ciega e, inmediatamente, se desmayó.
–¿Dónde estoy...? ¿Qué pasa con mis ojos? –exclamó Grete angustiada, dos días después, apenas despertó sobre una hamaca de chaguar.
–Está en Colonia Alberdi, señora –respondió el joven–. Yo soy Crucifijo... Le ha picado una araña muy venenosa.
Grete se lanzó a llorar.
–¡¿Pero... y mi vista?! –alcanzó a decir Grete, en medio del sollozo.
–Esa araña produce una reacción –continuó el joven. A veces sana en pocos días, otras tarda. Pero, para saberlo, hay que esperar. Quizás es un castigo de K’ata por andar robando espíritus con su máquina –concluyó, serio.
–¡Pero..., pero...! –alcanzó apenas a balbucear Grete antes de romper de nuevo en un llanto que terminó con sus pocas fuerzas y se durmió.
Al día siguiente, la fotógrafa sintió que alguien estaba a su lado.
–¿Quien está allí? –preguntó inmediatamente.
–Soy yo, Crucifijo –respondió el toba.
Grete pensó durante un rato y, de repente, reaccionó.
–Crucifijo, ¿me puede alcanzar mi cámara de fotos? Está en el bolso.
Crucifijo revolvió el bolso hasta que encontró una cámara que puso en manos de Grete, quien la acarició durante un rato como si se estuviera reencontrando con un ser querido.
–Ahora lléveme afuera y siénteme en una silla –ordenó Grete, más decidida.
El joven obedeció sin chistar.
–Dígame Crucifijo, ¿hay sol? –preguntó la fotógrafa.
–Sí –respondió Crucifijo.
–Este número que está puesto aquí, ¿es dieciséis? –preguntó entonces Grete, indicando con la yema de sus dedos el anillo del diafragma de su cámara.
–Sí –volvió a contestar el joven.
–Y éste, ¿sesenta? –continuó inquisitiva la fotógrafa, moviendo un poco el aro correspondiente a la velocidad de obturación del aparato.
–Sí –dijo el muchacho.
–Ahora, ponga este otro número adonde dice tres.
–Ya está –respondió Crucifijo.
–¡Párese enfrente! –le ordenó entonces Grete.
–¡No señora, por favor, no me pida eso! –suplicó Crucifijo, adivinando la intención de la fotógrafa.
–Por favor, hágalo por mi salud –suplicó Grete.
–¿Por su saud? –preguntó el joven, sorprendido.
–Sí, por mi salud. Hay ciertas enfermedades que, en los fotógrafos, sólo se curan fotografiando.
Crucifijo la miró extrañado.
–Pero no se preocupe porque un fotógrafo ciego no puede nunca robar el espíritu de nadie, ya que no ve lo que fotografía y, por lo tanto, no puede imponer su punto de vista en la foto –continuó ella–. Al contrario, en esos casos es el fotografiado el que se muestra sin ninguna intervención su espíritu tal como es y lo envía al futuro para hacerlo vivir por siempre.
–¿De veras? –preguntó el joven, absorto ante aquella explicación.
–Sí, tal cual se lo estoy diciendo –aseguró categórica, Grete–. Lo verán sus nietos tal como usted es –presagió. Y, mientras decía esto, apuntó su cámara hacia donde intuía se encontraba Crucifijo y disparó varias veces.
El joven toba se quedó en su sitio helado, mirando a la cámara. Pero, sin que Grete lo supiera, apretó en su mano derecha una pequeña Biblia evangelista que llevaba en el bolsillo, a la que invocó su protección en cada disparo. Inmediatamente después, la fotógrafa se levantó y le pidió al joven que la guiara hasta la casa. Pero cuando trasponía la galería sintió una sensación en las pupilas que la detuvo. Pocos segundos después, vio surgir frente a sus ojos al muchacho, a los perros y al monte de palosantos que rodeaban el precario rancho.
Desde ese día, Grete anduvo con sus ojos bien abiertos, de una nación aborigen a otra, fotografiando con pasión y verdad a los habitantes de aquellos pueblos olvidados. Poniéndose a sí misma siempre de lado, para que fuera el espíritu de cada uno de ellos aquello que sobreviviera en sus fotografías. Convencida de estar dejando un testimonio, capaz de sacar de la ceguera a muchos otros argentinos.
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