Al leer la noticia de su muerte, la primera sensación fue de sorpresa. Conocía su edad –105 años– pero permanentemente la olvidaba al pensar en esa persona de carácter tan vital, alegre y curioso. Su fallecimiento me sorprendió y apenó.

Tantos años de vida y de profesión hacen que inevitablemente afloren los recuerdos. Antiguos, olvidados casi por el paso del tiempo.

Fui alumno de Horacio Coppola. Hace tantos años, que no puedo recordar si fue en su taller de la calle Esmeralda, que era su casa, o en la sede del CAYC, el mítico Centro de Arte y Comunicación creado por Jorge Glusberg, que era también en los alrededores.

Sí recuerdo haber llegado a su taller en medio de una búsqueda obstinada, de una necesidad de alejarme de la mirada impuesta por los fotoclubes. Sentía que Coppola sería crucial para mi formación: porque había estudiado en la Bauhaus, porque había fundado el grupo Imagema con un planteo visual que rompía de alguna manera con las formas acostumbradas. Sus fotos de Buenos Aires me parecían distintas. Por eso lo busqué.

De él aprendí que todos los días tenemos que ver algo diferente. Que es nuestra obligación como fotógrafos, nuestra necesidad.

Luego pasaron muchos años. Algunas veces nos volvimos a cruzar. No demasiadas, sólo las necesarias quizá. Cada vez que pude le confié que fue mi primer guía no tradicional en el mundo de la fotografía. Y siempre me respondía con una sonrisa.

Por eso lo que más recuerdo, desde nuestro primer encuentro, es su simpatía, su buen humor y, por sobre todo, sus ojos. Ojos brillantes, curiosos, de alguien que ha visto mucho y ha sabido mirar.

“Para hacer fotografía no se necesita mucha técnica, lo que importa es la cabeza y el ojo.” Esta es una frase que le escuché en su taller y que atesoré todos estos años.

Otra, que lo define y me emociona, fue la respuesta que dio hace tres años en un reportaje. Daniel Merle le preguntó qué lo hacía feliz y Horacio Coppola, mirándolo seguramente risueño, le respondió: “Ver”.