Lo que puedo escribir sobre Horacio Coppola está cargado de la mayor subjetividad, y, por qué no, de ignorancia. No sé mucho sobre él, conversamos sólo un par de veces. Pero los últimos cuarenta años viví con él: nunca faltó en las conversaciones de quienes nos interesábamos en la fotografía de un modo particular.

Lo conocí en el año ’85 u ’86. Vino a una muestra mía invitado por Juan Guttero, fotógrafo ya fallecido, que fundó con Coppola el grupo Imagema (en 1984). Guttero también participaba del Núcleo de Autores Fotográficos, que me contaba entre sus miembros.

Nunca había visto fotos tomadas por él, salvo las reproducciones del fascículo que le dedicara el Centro Editor de América Latina.

Era un hombre cálido, simpático y alegre, que en ese momento tuvo una actitud paternal y crítica.

Nosotros, generacionalmente, no lo valoramos lo suficiente. La primera exposición que vi de Cóppola creo que fue en la Alianza Francesa. Eran en su mayoría las fotos más conocidas en ese momento, las que él había elegido como las que había que mostrar, las que por su propuesta formal habían resultado avant la lettre. Eran tomas de los años ’30 y ’40, la mayor parte en Europa, y algunas de Buenos Aires, que estaban lejos de ser “documentales”. Si la memoria no me engaña, lo que más le interesaba eran sus naturalezas muertas en color (creo que de los ’60).

En 1988, con Facundo de Zubiría, curamos una gran muestra: Fotografía Argentina 1860-1960. Fuimos a su casa y elegimos entre todo lo que nos mostró, y nada de lo que vimos de Buenos Aires, muchos años después, estaba allí.

Recuerdo la conversación, en gran parte dedicada a su hermano, por el que tenía devoción. Y recuerdo a Raquel, su mujer, siempre junto a él.

Hoy es raro ver reproducidas las fotos que, me parece, a Coppola le gustaban y, si tengo que ser sincero, las que se empezaron a ver en esta última década, las que tenía sumergidas en su archivo, son las que hoy nos muestran qué gran fotógrafo fue.