Domingo, 24 de junio de 2012 | Hoy
Por Diego Levy
De chico era fan de la película La máquina del tiempo, la pasaban seguido en las tardes de algún canal. Tengo grabada en mi memoria la imagen del protagonista, sentado en una butaca de terciopelo rojo con controles delante y un plato gigante en la parte trasera. Cuando activaba la palanca, el plato comenzaba a girar. La máquina siempre quedaba fija en su lugar, pero el tiempo avanzaba a gran velocidad. Cuando se detenía, veíamos ese mismo lugar en otra época.
De todas las definiciones –sobre todo en la actualidad– que hay acerca de la fotografía, la de Horacio Coppola es la que más se asemeja a lo que yo siento por este oficio: el registro. La posibilidad de ser testigo y dejar testimonio de una época.
Ver las fotos de Horacio Coppola es como sentarse en esa máquina del tiempo, mover la palanca y viajar a una Buenos Aires que ya no existe: una ciudad joven, en pleno crecimiento, distinta de la que conocemos. Sin embargo la luz es la misma y la moderna mirada de Coppola logra algo muy difícil: detener el tiempo en imágenes que no envejecerán nunca.
Admiro esa vocación natural, en una época donde no había tantas imágenes, por el registro sistemático, sin mayor pretensión que la de perseguir la luz y retratar la ciudad.
No tuve la suerte de conocerlo en persona, en algún momento quise ponerme en contacto con él, pero lamentablemente el pudor me detuvo.
Queda una inmensa obra: bella, eterna y fundamental.
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