› Por Andrés Di Tella
El Bafici podría no existir. A esta altura, voy al festival como un espectador cinéfilo más, uno especialmente agradecido, tal vez, con la conciencia de que podría no existir. No sé si el crítico habitual del Bafici, con toda la razón que lo asista, piensa en eso: podría no existir. Es decir: era tan fácil que saliera mal.
En estos días, cuando se cumplen quince ediciones, me preguntaron si tenía alguna reliquia de la primera época para una vitrina conmemorativa. “El tiempo pasa todo el tiempo”, pensé. Desenterré del fondo de un placard los antiguos catálogos, unas fotos con Francis Ford Coppola, Todd Haynes y la banda danesa del dogma de Lars von Trier, pilas de recortes de prensa amarillentos, el programa del encuentro de producción coorganizado con el Sundance Institute, un cassette VHS del work-in-progress de Mundo grúa de Pablo Trapero, que ayudamos a terminar, una credencial ajada de “director” (para los lectores que no lo saben, el festival fue, en alguna medida, la creación de un servidor: fui su primer director). También me topé con uno de mis cuadernos de notas de la época. Entre números de teléfono y fax (¡sí, el festival es así de viejo!), listas de films, apuntes de conversaciones, nombres de secciones, talleres y posibles invitados, mezclados con ideas para una película en la que estaba trabajando, me sorprendió la última frase de un borrador para el editorial del primer catálogo, una especie de plegaria. “Y un deseo ingenuo: ojalá que el primer festival no sea el último, como pasa con tantas cosas en nuestro país. Eso también depende de ustedes.”
Los que me conocen saben que no soy de buscar pleitos. Pero no paré de pelear todo el tiempo que estuve a cargo del festival. Pelear contra los funcionarios y los políticos y los oportunistas, para que el festival sea lo que fue y no el decorado cultural para la inauguración de un shopping, una “feria del libro” del cine que no le mueve un pelo a nadie o alguna otra kermesse por el estilo (¿se acuerdan de Buenos Aires No Duerme? ¿La Bienal Joven?).
Pelear, en definitiva, para que no sea una muestra sin futuro, como tantas otras, sino un verdadero aporte a la situación del cine argentino, donde fuera tan importante mostrar películas como hacer cine por otros medios, generar encuentros entre cineastas locales y extranjeros, armar workshops y foros de coproducción, educar al público y contribuir a la formación de los cineastas, abrir el canuto de la información sobre fondos y festivales (a partir del primer Bafici explotó la participación argentina en todos los fondos y festivales habidos y por haber).
Ahora que lo pienso, creo que el festival fue también un ejercicio de democracia, con todas las peleas que siempre trae la democracia, escenario de peleas si lo hay. En el fondo, el conflicto fue por la autonomía del festival, por garantizar su independencia del poder político de turno y de sus veleidades. Pero eso no era aceptable, ni entonces ni ahora. Y yo terminé desgastado. Así y todo, increíblemente, el perfil de programación y de organización y de transparencia que traté de imponer se impuso. Y, más increíblemente aún, persistió y se profundizó con el tiempo, a través de los años y de las distintas gestiones y los distintos gobiernos. Y, en el camino, al aire de los vientos del mundo, el soberano se educó y nuestra producción cinematográfica se transformó. Los directores que me siguieron fueron todos notables, cada uno con su sello particular: Quintín, Fernando Martín Peña o Sergio Wolf. De alguna manera, recibieron un festival ya hecho, sólo tuvieron que mejorarlo (y lo hicieron). El éxito de público y prestigio cultural obtenido en las primeras ediciones, se podría decir, blindó al festival de los peores riesgos. Lo más duro de la lucha ya había pasado, aunque la autonomía anhelada sigue como deuda pendiente. El Bafici hoy es una maravilla de funcionamiento, de buen trato, de calidad técnica y artística, un marco de encuentro y desarrollo único, un milagro argentino, un tesoro que hay que cuidar. Porque podría haber sido otra cosa, o simplemente: no existir.
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