› Por Quintín
No fue un feo trabajo dirigir el Bafici, aunque sí un poco absorbente. Ese es el recuerdo que tengo de las cuatro ediciones que tuve a mi cargo (2001-2004), en las que trabajé con mi mujer, Flavia de la Fuente: con ella dedicábamos las 24 horas del día a pensar qué películas mostrarle al público de Buenos Aires en la edición siguiente. (Soy literal: a veces nos despertábamos a la noche y nos poníamos a discutir la programación.) Mirar el cine del mundo y elegir lo que nos parecía desconocido y estimulante fue un desafío que valió la pena, sobre todo porque tuvimos ventajas innegables en relación con otros festivales. En primer lugar, la avidez del público en una ciudad cinéfila que pedía un festival a gritos. Permítanme dar un ejemplo. En 2001, María Valdez, entonces una de las programadoras, sugirió que diéramos una retrospectiva de Bruce LaBruce, ícono del cine gay con escenas explícitas y pretensiones artísticas. Yo no sabía quién era LaBruce, pero estábamos para correr riesgos. No solo se llenaron todas las funciones, sino que hubo que agregar dobles trasnoches que empezaban a las tres de la mañana y también se llenaban. Ese año vinieron al Bafici Jim Jarmusch, Maggie Cheung, Edward James Olmos, Bong Jung-ho, Bela Tarr, Olivier Assayas... Ese año estrenamos en el mundo La libertad, de Lisandro Alonso. Todo el mundo quería venir al Bafici, que en dos años se había instalado en el circuito internacional gracias al excelente trabajo de Andrés Di Tella en las dos primeras ediciones. Todo nos resultaba fácil y con Flavia, Valdez y Marcelo Panozzo, que hoy es el flamante director, y más tarde con Luciano Monteagudo y Diego Brodersen, teníamos a veces la sensación de organizar una fiesta. Incluso en 2002, cuando la Argentina había estallado y no había dinero para invitados, el público respondió con más fervor que nunca.
Si dos méritos puedo atribuirle a mi gestión fueron el entusiasmo con el que acompañé el festival desde un principio, lo que como director me permitió sentirme en un territorio que conocía, y también el haber comprendido que había que agrandar el festival porque el material a exhibir y el éxito de las primeras ediciones lo justificaban. Creo, por otra parte, que quienes me sucedieron, Fernando Peña y Sergio Wolf, merecen un gran elogio. Conservaron un Bafici fiel a sus orígenes y le introdujeron las modificaciones necesarias como para mantenerlo fresco y actualizado. Aportaron un mayor interés por el documental, la animación, el cine experimental y la historia del cine argentino, además de darle un lugar más relevante a la industria cinematográfica independiente. Y lo hicieron en circunstancias más difíciles que las nuestras, porque hoy el cine circula masivamente en la web mientras que, en los primeros años, hacíamos la selección en VHS y proyectábamos en 35mm. El festival siguió, y seguirá siendo, seguramente, con Panozzo, el mayor punto de encuentro cinéfilo en América latina.
A la distancia, me asombra que el Bafici de hoy se parezca al de siempre y que estos quince años hayan atravesado distintas gestiones de gobierno sin cambios regresivos y sin que se registrara un solo episodio de censura ni una intromisión de las autoridades en la dirección artística. El Bafici es una buena muestra de que todos podemos ser civilizados.
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