› Por Sergio Wolf
Cuando me convocaron a dirigir el Bafici, hubo un eje básico que consistía en continuar y ampliar la predominancia del cine contemporáneo que más exploraba nuevos caminos en términos estéticos, productivos y políticos, y otro que buscaba revelar líneas y obras desconocidas. Pensamos que era central lograr que programadores y productores extranjeros consideraran el Bafici no solo como un “festival de festivales” sino como un espacio de surgimiento de nuevos cineastas –con fuerte énfasis en Argentina y Latinoamérica– y capaz de discutir, en cada edición, el estado del cine. Tensar los límites del cine, entendiendo que el Bafici crecía y se podían explorar nuevos rumbos porque los espectadores avanzaban junto con el festival. Queríamos que esa voluntad de discusión no se contentara solo con dar a ver películas “nuevas” –en los distintos sentidos de la palabra–, sino que el Bafici lograra potenciar ayudas específicas para esos films y cineastas que surgían, a través de fondos de ayuda y espacios de exhibición, o convocando a críticos que impulsaran esas películas o buscando una cercanía con las escuelas de cine como posibles usinas de producción. El eje fue siempre dar a ver y ayudar a hacer.
Revisando estos cinco años a hoy, creo que el Bafici está más instalado local e internacionalmente, en términos de público y del lugar que ocupa en las agendas de las fuerzas que componen ese mapa –impreciso, okei–- del cine independiente del mundo. Como siempre, uno ensaya muchas propuestas porque el festival contiene cien actividades y “festivales dentro del festival”, entre las que acierta muchas y erra otras. Pero no vi otra opción en un festival como el Bafici que probar esos territorios, porque tiene la obligación de reinventarse y sorprender. Dudo de que el Bafici se mida solo con los aciertos, aunque siempre es mejor tenerlos.
Aunque parezca un acto de ecuanimidad o una frase políticamente correcta, creo que cada gestión aportó ideas al festival, ya sea que las competencias fueran de primeras y segundas películas, la competencia argentina, la sección cine del futuro, los clásicos inéditos, la sección para chicos, el cine al aire libre, la incorporación de nuevos espacios y modos de exhibición, los eventos musicales o performativos, la variación en el tipo de libros o el diario.
Pero también creo que cada uno de esos aportes no puede ni debe ser definitivos ni intocables, sin que esto sea vivido como un cambio de su esencia, simplemente porque el cine, como expresión cultural y política, está vivo, y por tanto su transformación debe formar parte central del festival. Es decir: todos los cambios son posibles porque el festival no les pertenece a sus directores ni programadores, y lo peor que le puede pasar es sentirse conforme con sus logros.
La mirada sobre el futuro está marcada por desafíos. Y los desafíos que tiene por delante son, lamentablemente, cada vez mayores. Mi percepción es que el Bafici está cada vez más aislado porque la cartelera es de una homogeneidad brutal, curiosamente semejante a la que había cuando nació el festival. Ya no solo dejan de estrenarse las películas ganadoras o las más convocantes sino también las argentinas, que en los últimos ocho o nueve años conseguían exhibirse porque el festival les daba un envión. Tampoco se estrenan las “películas de autor” más populares, tanto norteamericanas como europeas o asiáticas. Si a eso se suma el estado calamitoso de muchas salas –y no solo de las autodenominadas “independientes”– y la falta de apoyo y continuidad de los nuevos cineastas, tenemos un panorama que vuelve imprescindible al Bafici, y lo obligan a pensar otros caminos para el cine. El debate no es independencia o industria sino el deseo de tener un cine vivo. No deja de ser sintomático que dos de los países con mejor cine y cineastas del mundo, como Rumania y Portugal, sean países sin industria cinematográfica en el sentido tradicional de la palabra. No creo que el alcance del Bafici consista solo en dar muy buenas películas.
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