› Por Fernando Martín Peña
Fui convocado en noviembre 2004 para reemplazar a Quintín, cuya gestión había sido excelente desde el punto de vista artístico. Tratamos de que el evento conservara todo lo que había obtenido hasta ese momento y que además siguiera creciendo, incorporando algunas zonas poco exploradas, en particular en lo que se refiere a la programación de retrospectivas originales y al cine de animación. Modificamos el planteo original de las secciones competitivas y borramos las fronteras que separaban lo documental, la ficción, la animación y lo experimental como parámetros para definir la arquitectura de la programación. También tratamos de volverlo más accesible, en términos económicos pero también teóricos, porque existía –existe– el prejuicio de que se trata de un evento un poco elitista. En este último sentido no logramos gran cosa, entre otras causas porque hasta los responsables de la difusión del evento lo consideraban un poco elitista.
Me fui a fines de 2007 y creo que a partir de la edición 2009 se retrocedió en lugar de avanzar. Se redujo sustancialmente el espacio para las retrospectivas y el cine de animación, las secciones pasaron a reiterarse mecánicamente año tras año, las competencias no se modificaron en lo esencial y la mayor innovación consistió en dedicar un espacio al público infantil. Como consecuencia del modo en que el macrismo concibe su administración, se ha perdido buena parte del poder adquisitivo del festival, pero al mismo tiempo las entradas aumentaron por encima de las variables inflacionarias conocidas, se diluyó el beneficio original de la entrada con descuento y hasta se corrió el evento de los feriados de Semana Santa, que naturalmente lo volvían más accesible. También se incrementó hasta el delirio la cantidad de material de relleno para mantener un tamaño que el presupuesto ya no puede sostener de manera genuina y se suprimieron las instancias abiertas de diálogo y debate que habían comenzado a funcionar con directores y productores. Además, no se hizo nada significativo por la autonomía institucional del evento, un tema que instalamos y debatimos con insistencia.
Creo que Di Tella acertó al apoyar el festival en sus dos ejes tradicionales: traer el cine de autor que no llega y servir de plataforma de lanzamiento para el cine argentino más interesante, que suele ser también el más desamparado. Y luego Quintín perfeccionó esa base hasta definir un evento que llegó a ser saludablemente ambicioso y representativo de todo lo que sucedía por fuera del mercado convencional en ese momento. Creo que tuvo una visión cultural muy precisa de lo que estaba pasando, logró darle forma práctica y la volvió accesible al público de la región con una dinámica extraordinaria. He tenido, tengo y seguramente tendré toda clase de desacuerdos con Quintín, pero no hay ninguna duda de que hasta la fecha fue el director que más hizo por el Bafici.
Los cambios en la difusión del cine en los últimos años no le han hecho perder al evento su función principal, porque la abundancia de material disponible gracias a la web sigue necesitando criterios curatoriales. Perdió, en cambio, su capacidad para ofrecer un tipo de espectáculo que ya no puede pagar, como son las exhibiciones en fílmico de films restaurados o cualquier evento especial de montaje caro. Esas cosas son importantes porque escapan a las posibilidades de la web y a las imposiciones de lo digital, que finalmente son sólo mercantiles. Por otra parte, el Bafici en sí mismo tiene la limitación de cualquier evento efímero: fuera de sus fechas es muy poco lo que logra. Creo que ese problema podría revertirse con dos medidas: la autonomía, que no sólo implica independencia del capricho político de turno sino también mayores recursos económicos, que deben ser actualizados anualmente, y una mejor articulación del festival con la programación anual de los espacios audiovisuales de la Ciudad.
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