Dom 13.10.2013
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Oski, de rigurosa joda

› Por Juan Sasturain

A mediados de 1979 se organizó una Bienal del Humor y la Historieta en Córdoba. No era la primera y también habría otras después. Pero fue la única que se realizó durante la dictadura. Y fue muy grande e importante, sobre todo por su carácter internacional. Llegaron muchos y buenos de afuera. Viejos conocidos como Pratt y Ongaro, yanquis famosos –Joe Kubert, entre otros– y sobre todo el increíble Jean Giraud, Moebius, que comenzaba a ser uno de los monstruos de la historieta contemporánea y andaba en zapatillas, liviano y de anteojitos. Esa Bienal fue todo un acontecimiento.

Para algunos de nosotros, colados ahí como periodistas, fue la oportunidad de estar cerca, también, de artistas argentinos que estaban afuera y que vinieron invitados. Entre todos ellos, me di el gusto y me permití la emoción de conocer a un señor veterano –tenía sólo 65 años, pienso ahora–- que usaba melenita canosa y anteojos grandes, algo enconvado para no parecer tan grandote y dar frágil. Era Oski, vivía por entonces en Milán y yo –como muchos– lo admiraba desde siempre.

Recuerdo haberme juntado con Sanyú y el Lolo Amengual –dibujantes que andaban por ahí y se sumaron a mi grabador– para arrinconarlo y sacarle un reportaje con tirabuzón. Oski era parco y ladino, cachador. Se tiraba a menos con sabiduría, trivializaba sus logros, contaba sin atisbos de solemnidad su trayectoria como una serie de equívocos y tropiezos. Hablaba como dibujaba, con la misma capacidad de deslumbramiento y rara seducción, traviesa ingenuidad.

Esa entrevista es lo más valioso que me traje de Córdoba, pero no el único recuerdo de Oski. Lo más lindo pasó en un almuerzo en patota de invitados, prolongado en típica sobremesa, acaso la del último día. Lugar común de cierre, estaban en el lugar las soberbias autoridades provinciales y no faltó el mangazo habitual a los artistas de “un dibujito” para la mujer del milico gobernador de turno de cuyo nombre no quiero acordarme.

Oski, taciturno y mañoso, sin apuro ni fastidio aparentes, pareció empeñado largo rato, ante la expectativa creada a su alrededor, en dibujar lo que describía como “la sombra del tornillo”, un ejercicio sutil que omite la materialidad del objeto y se limita a dibujar las sombras de la rosca. Pasado largo rato, Oski desechó con un gesto de contrariedad los infructuosos ejercicios que había estado realizando y, tras decir “no me sale”, rompió el papel y dio por terminado el intento. No hubo ni dibujito ni disculpa.

Fue una auténtica gastada.

De regreso en Buenos Aires, publiqué el reportaje en Medios y Comunicación –de lo poco que se dejaba ver y oír por entonces– y apenas después, participando de ciertas herméticas “jornadas de arte impreso” junto a Oscar Steimberg, me enteré de que Oski se había muerto. Así nomás: una complicación boluda en el post-operatorio de una intervención no demasiado grave, me dijeron. Era el 30 de octubre de 1979.

Hermenegildo Sábat –quien lo conocía– lo admiraba, incluso; pero mientras el rumano era pariente cercano de Klee, Oski era –siempre recuerdo ese vínculo– “sobrino nieto de Durero”. Exactamente así.

Aquel ocasional reportaje cordobés que concedió, cobró de pronto un sentido extra. Así, tras su muerte, volvió a publicarse como homenaje en la revista Humo(R) –Andrés Cascioli estaba armando por entonces una exposición de Oski–, con unas hermosísimas fotos que le había hecho Eduardo Grossman y que son las mejores de todas las que andan por ahí.

Oski fue un genio. De los pocos que hemos producido en este país de tantos buenos dibujantes y humoristas. Hay unanimidad en este juicio de valor. Y hay una dificultad casi unánime también para definir los rasgos de su genialidad: hay que verlo, detenerse en detalles y mecanismos.

Simple en apariencia, sus formas expresivas siempre son complejas. Y cada uno lo disfruta a su manera, desde lugares diferentes de complicidad. A mi papá, por ejemplo, siempre le gustaron sus chistes unitarios en Rico Tipo –de mozos, de bomberos, de borrachos– y repetía tiras de Amarroto: “¿Qué hace con los trajes viejos?”. “Los uso.” Yo me quedo con el ilustrador.

De sus contemporáneos, tiene afinidades muy claras con el primer Landrú –los dos arrancaron a principios de los ’40 como bichos raros en el contexto del costumbrismo generalizado– y son impensables sin Steinberg. Pero lo de Oski es más abstracto e indirecto que la provocación por el absurdo de Landrú: de la sociología a la metafísica.

La veta loca de Landrú se apoya en el material que le dan la sociedad y la política: Landrú escribe y dibuja –aunque no copie– mirando el diario y con el oído finísimo puesto en la mesa con mantel de una confitería de Barrio Norte. Comenta y delira con lo que ve. La veta loca de Oski, en cambio, se apoya en la Historia y las Artes. Oski dibuja y no escribe (de eso se ocupaba su ladero César Bruto), sale menos, se queda más en el estudio leyendo los textos que le interesan –de la Biblia al Kama Sutra; del reglamento de boxeo a los manuales de urbanidad o las Crónicas de la Conquista– y mirando los cuadros que le interesan. Después dibuja, comenta gráficamente, versiona, inventa en esa fisura. Las conclusiones decantan solas: nunca es explícito. Landrú siempre lo es.

Los dibujantes de las generaciones siguientes lo homenajearon, se sirvieron de sus soluciones más rotundas. Copi y Caloi, cada uno a su manera, incurrieron en variantes de sus pajaritos sin alas. Todos se acordaron de él, rindieron tributo a su inteligencia y sutileza expresiva cuando se fue para quedarse. Pude en su momento escuchar a Breccia o Warnes, sus amigos de muchos años, hablar de Oski como si ese “viejo malo” e indomable estuviera al pie del tablero y la ironía. Y es que sigue ahí, todavía.

Oski en Lucca, Italia, junto a Quino, Mordillo, Alberto Breccia y Carlos Sampayo (arriba); y Schiafino, Miguel Paiva, Enrique Breccia, José Muñoz y el italiano Altan (abajo).

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