Dom 13.10.2013
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Criollo del Universo

› Por Rafael Cippolini

¿No es perfectamente lógico que a Oski, destacadísimo ejemplar de enciclopedista hiperbólico, se le rindan homenajes en el Museo Nacional de Bellas Artes? Pocos de nuestros artistas podrían ajustarse más a la fórmula acuñada por Francisco Madariaga: Criollo del Universo. La institución y Rep, para nuestro regocijo, vienen a saldar una deuda histórica mediante una exposición íntima e imperdible (y un catálogo de colección).

Es cierto, Oski ya había expuesto en el Museo –junto a Hermenegildo Sábat, en 1972–, pero la sensación es que esta vez su obra regresa, por mérito propio, con la merecida contundencia: la de un prócer de nuestras artes.

Oski fue un curioso tradicionalista –un refundador de tradiciones, es decir, un lector finísimo, y más aún: un observador de desacoplada inventiva– que entendió, bastante antes de que se estableciera y sin proponérselo, una de las premisas fundantes de la filosofía post–estructuralista: los regímenes de enunciado consienten pactos de lo más curiosos con los regímenes de visibilidad. Es decir: entre lo que nos enseñaron a ver y aprendimos a leer, explotan distancias que demuestran que la razón no sólo engendra monstruos sino también carcajadas irreprimibles.

Vayamos a su biografía, comentémosla un poco: Oski nació, por lo menos, tres veces. Biológicamente bautizado Oscar Esteban Conti, en la primavera de 1914, como hijo menor de un escribano y de un ama de casa. Volvió a hacerlo poco después de cumplir 28 años, en 1942, cuando adoptó el alias con el cual se haría famoso y comenzó a colaborar con Carlos Warnes, asimismo célebre por su alter ego, César Bruto. Su tercer nacimiento es el más debatido. Algunos dirán que fue en 1955, cuando, en colaboración con Bruto editó Medisinal (sic) Brutoski ilustrado, aunque, personalmente, me alineo con quienes afirman que sucedió tres años más tarde, el día que la Compañía Fabril Editora publicó esa obra maestra titulada Vera Historia de Indias. Si desde un primer momento fue un maestro, a partir de ese instante lo fue más que nunca.

Desde entonces, ya dueño de un dibujo virtuoso, descomedido y refinado –por el cual, con automática unanimidad fue señalado como tributario del dibujante rumano-estadounidense Saul Steinberg–, Oski siguió revisitando grandes temas de la Historia Universal: el descubrimiento de América, la historia del deporte, el erotismo, la historia de la medicina (todo un capítulo aparte ameritarían sus Comentarios a las Tablas Médicas de Salerno) y cimas literarias, como El Fantasma de Canterville, de Oscar Wilde. Queda claro hasta con la más apresurada de las lecturas (y las miradas): Oski desentrañó con sus dibujos muchísimo de lo que los textos canónicos prometían. Puso en imágenes el potencial descerebrante que estas piezas clave de la humanidad atesoraban, y abrió de este modo otra puerta para seguir descubriéndolos. Repito: Oski fue un enciclopedista, pero ante todo campeón –trazo mediante– de la hipérbole.

Como Brueghel y Cándido López, fue un miniaturista notable y un narrador alambicado. Como El Bosco, Oski fue un gran ilustrador de temas capitales. ¿Acaso la Historia del Arte no es una sucesión de todo tipo de ilustradores de la comedia y la tragedia humana? No hay más que detenerse en su versión de Vasco Núñez de Balboa (Balboa llega al Pacífico, en Vera Historia...) para volver a maravillarse con lo que puede una sola de sus viñetas. Ahí, la mordacidad, la candidez y el implacable detalle se entremezclan y contagian hasta indiferenciarse. Oski no sólo fue un observador nato sino también un esmerado artesano y un psicólogo de famosas situaciones, que vistas con un mínimo de detenimiento resultan desconcertantes. Cerca de sus admirados Aristófanes y Estanislao del Campo, nos refrescó lo que aquéllos nos enseñaron: la Historia y el Absurdo se fabrican con la misma materia.

Nada más lejano a la figura de un humorista de gabinete, del genio amargo refugiado en su taller. Oski fue un nómade curtido –tuvo domicilios en Cuzco, Roma, París, Santiago, La Habana y Barcelona, entre otros–, un fecundo hijo de su tiempo que frecuentó a Divito, Carlos Sampayo, Miguel Rojas Mix, León Ferrari y Umberto Eco, y parecía sentirse tan cómodo en las ediciones impresas como en las salas de exhibición (realizó muestras en La Paz, Mendoza, Buenos Aires, Caracas, México DF, Bogotá, La Plata, Florencia, Milán y en tantas otras ciudades). No es un dato menor que oportunamente sus dibujos se hayan expuesto en salas célebres, desde el Museo de Arte Moderno de Roma, el Palacio de Bellas Artes de México, en galerías como Bonino, Lirolay, Van Riel o Carmen Waugh. Supo transitar cada espacio siempre fiel a su estilo, a su modo de hacer arte, imponiéndose más allá de los clásicos prejuicios y sectarismos. Al fin de cuentas, siendo una de las firmas estelares de Rico Tipo –que semanalmente vendía más de 260 mil ejemplares–, realizó paralelamente escenografías para obras de Sartre (La putain respectuese) y Bernard Shaw (Androcles and the Lion), así como estudios sobre los mosaicos de la Iglesia de Santa María en Trastévere. Es un hecho, se lo notaba muy cómodo colaborando en publicaciones de izquierda como Via Nuove o L’Unità, pero también en Billiken o Satiricón. Por necesidad o gusto, circuló de una manera incesante.

Habrá quienes piensan que se detuvo cuando murió en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, a los 65 años, en 1979.

Esta exposición, por suerte, demuestra lo contrario.

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