Domingo, 1 de junio de 2014 | Hoy
Por Andrew Graham-Yooll
En el recuerdo están los libros: aseguraron la memoria de un siglo. Siempre los libros. La poesía de esa guerra, de Wilfred Owen hasta T. S. Eliot, se aprendía de memoria, se recitaba en casa, se estudiaba en la escuela. Se celebraba la existencia del tío Frank, sudafricano de nacimiento, piloto de esos avioncitos de lona y maderitas en la primera e instructor de vuelo en la segunda. Muchos teníamos un tío Frank.
Lejos de los hechos se vivía la historia como si fuera propia. Las anécdotas del horror en las trincheras salían a la luz en días porteños entre las pesadas cortinas aterciopeladas y las paredes enchapadas en madera oscura en el elegante restaurante de la estación Retiro. Ahí se reunían cada mes los veteranos de la Primera Guerra Mundial, llamada la Gran Guerra. Los concurrentes y sus invitados escuchaban las historias de vida de las fangosas trincheras, junto a los crueles sufrimientos que provocaban las magras jubilaciones del Estado argentino. Concurrían también los veteranos de la segunda guerra Boer en Sudáfrica (1899-1902), experimentados soldados que combatieron en esa lejana aventura colonial cuna de los Boy Scouts de Robert Baden-Powell. De chico me llevaban a la mesa amigos de mi padre o padrinos, veteranos también, a condición de que mantuviera absoluto silencio frente a esos célebres comensales entonces ya viejos. En realidad, recién en 1966 tomé conciencia de la importancia de lo que me participaban, como cronista del Buenos Aires Herald, cuando el guadañazo del tiempo aceleraba el fin de los que habían escapado a las balas.
Entre las más extrañas anécdotas relatadas por veterano, estaban los recuerdos de unos pocos voluntarios, jugadores de polo algunos, que partieron de estancias argentinas llevando sus caballos, para integrarse a un regimiento de caballería dedicado al rey Eduardo VII de Inglaterra, fallecido en 1910. Esa caballería nunca entró en acción. (Ver, The History of King Edward’s Horse / La historia de la caballería del Rey Eduardo, por el coronel L. James, en edición del autor en Londres, en 1921.)
Otra historia oscura, o así parecía, era la de un tal Walter Owen (1884-1953), escocés de nacimiento, traído de Glasgow a Buenos Aires de niño. Era despachante de aduana de profesión, respetado como experto en asuntos marítimos. En secreto era un poeta que firmaba con seudónimo en el matutino The Standard, de Buenos Aires, temiendo que si la colectividad viera un despachante creativo lo sospecharían de “amanerado” o “especial”, como decían antes. Fue reiteradamente rechazado para el servicio activo en las dos guerras europeas, casi ciego de un ojo por un accidente causado por su hermano mayor cuando jugaban con un equipo de química para pequeños científicos. En 1919, la censura británica prohibió su primer libro, un largo poema en prosa, La Cruz de Carlos /The Cross of Carl, escrita en Vicente López en una noche de 1917. El texto se consideraba brutal, surrealista, profundamente antibélico. El “Carlos” del título era un soldado de infantería alemán que, tomado por muerto, es tirado sobre una pila de cadáveres anónimos enviados a un depósito de “reciclaje”. Se publicó en Londres en 1931, bien ponderado en el The Times Literary Supplement. El poeta Owen es recordado, para quienes recuerdan, como primer traductor del Martín Fierro al inglés, publicado en Londres y Nueva York en 1935.
La Primera Guerra Mundial tiene un simbolismo impactante. Si para nosotros los argentinos el siglo XX comenzó en 1910, Europa terminó el siglo XIX recién en 1914. No hubo en la historia quizá desde la Revolución Francesa otro corte tan terminante. La chispa de esa crisis –una lucha entre la extendida parentela de testas coronadas, familiares de la reina Victoria de Inglaterra– fue un asesinato, que dio inicio a la catástrofe de la guerra química (el tan temido gas mostaza), puso fin a medio siglo de paz en Europa y dio por terminado el concepto de autoridad civilizadora autoasumida por el club imperial que formaban esas familias en las metrópolis.
El periodista Santiago Farrell, autor del primero de los libros argentinos de este centenario de la Gran Guerra (1914-1918), Todo lo que necesitás saber sobre la Primera Guerra Mundial (Paidós 2013), dice que hay más de 20.000 libros sobre ese conflicto de batallas estacionarias que en su casi paralización logró matar a millones de hombre y mujeres. ¿Quién habrá contado todos esos libros?
A lo largo de casi cuatro generaciones fueron los libros que mantuvieron prendida la llama de la memoria y de la curiosidad por esa guerra. Con sólo nombrar unos pocos autores famosos aquí se corre el riesgo de ser más aburrido que la guía telefónica. A lo largo del último siglo muchos grandes nombres de la literatura mundial contribuyeron con sus vivencias e historias, novelas y memorias a la bibliografía de ese lustro que cambió al mundo. Amontonados, los nombres de los que escribieron sobre la guerra forman un club de elite: algunos cuyas obras perduran incluyen, entre otros, a Edmund Blunden, Robert Graves, Arthur Conan Doyle, H. G. Wells, Vera Brittain, George Bernard Shaw, A. P. Herbert y Virginia Woolf, del Reino Unido, a los que se agregan John Dos Passos, Ford Madox Ford, William Faulkner, Dalton Trumbo y Ernest Hemingway, de los Estados Unidos. Está el checo Jaroslav Hasek, el yugoslavo Ivo Andric; los franceses Georges Duhamel, Henri Barbusse y Louis Ferdinand Céline, los alemanes Erich-Maria Remarque, Ernst Jünger, Hermann Hesse, Fritz von Unruh y Georg von der Vring; el italiano Curzio Malaparte, el húngaro Andreas Latzko, el suizo Blaise Cendrars, todos en una lista de protesta, lamento y condena que parece no tener fin.
De este listado interminable, este año se reeditan en Buenos Aires libros de los británicos Norman Stone (que publica Ariel), David Stevenson (Debate), Winston Churchill (Debolsillo), y el historiador militar Max Hastings (Crítica), quien para algunos colegas se recuerda como el primer periodista inglés en entrar a Puerto Argentino antes que la tropa de su país, en junio de 1982. La detallada compilación y presentación de la política europea, las ambiciones mezquinas de la oficialidad proveniente de las clases media y alta, el arribo al momento de los primeros tiros, son narrados con admirable precisión, cosa que ha hecho que Hastings esté instalado en las vidrieras de Buenos Aires en este centenario. Y también está el estadounidense John H. Morrow, que edita Edhasa, sello que también reedita Sin novedad en el frente, del alemán Remarque. Inevitable es colocar entre lo humanamente más importante a los diarios y memorias del también alemán Ernst Jünger, que Tusquets sacó el año pasado. Junto con Hastings y otros se preparan otros libros con lanzamiento previsto para más cerca de la fecha de la declaración de guerra, en agosto. Entre las más ponderadas están las 700 páginas de la historiadora Margaret MacMillan, La guerra que terminó la paz /The War that Ended Peace, publicado hacia fines del 2013. La autora tiene en su haber otro gran tomo, que apareció hace unos años, y analizaba la Conferencia de París de 1919 (siendo el año el título de la obra). Esa conferencia puso fin al conflicto que se llamó “la guerra que terminó las guerras”. En septiembre de 1939, Europa volvía a ser un vasto campo de batalla.
En contraste, razonable por las circunstancias, la producción local es limitada, pero hay que prestar atención al esfuerzo. Aparte del ya publicado y mencionado Santiago Farrell, el historiador argentino Ramón Darío Tarruella observa la conflagración desde la política en tiempos de Roque Sáenz Peña e Hipólito Yrigoyen. La Primera Guerra Mundial en Argentina (edita Aguilar), interesante ángulo de visión entre tanto escrito afuera. También vendrá en diciembre y del investigador Claudio Meunier, Morir Matando, curiosidad local, ya que es la historia de los aviadores voluntarios argentinos, británicos residentes en Argentina, algunos latinos, intercalado con pequeñas historias de quienes sirvieron en la infantería, regimientos de ametralladoras y de tanques. Se incluyen algunas historias de argentinos al servicio de Francia en el cuerpo de Aviación (el primer jefe oficial de la Fuerza Aérea Francesa fue un argentino). Antes de la Primera Guerra Mundial, durante la Segunda Guerra de los Balcanes, también había voluntarios argentinos. La editorial es www.grupoabierto.com, de Jaime Smart. Meunier, de Bahía Blanca, tiene en su haber una cobertura similar profusamente ilustrada de los voluntarios de Argentina que fueron pilotos de la aviación británica en la Segunda Guerra Mundial.
Los poetas, en especial, prevalecen a través de las décadas en el mundo anglosajón y también en traducción como los autores de la más patética y conmovedora expresión de la gran guerra. Cómo no sentir la fuerza de una larga pieza (434 líneas que le tardó varios años componer) del poeta T. S. Eliot (1888-1965, ciudadano británico nacido en EE.UU.), titulada La tierra baldía (The Waste Land, 1922) que abre con el entierro de los muertos, con estrofas que son ya conocidas hasta por los escolares: “Abril el mes más cruel, saca / lilas de tierra muerta, mezcla / memoria y deseo, revuelve / opacas raíces con llovizna de primavera”. La pieza está dedicada al poeta estadounidense Ezra Pound (1885-1972).
Sin embargo, Eliot opinaba que el poeta que había escrito “las dos o tres mejores poesías breves de la lengua inglesa” era el menos conocido Thomas Ernest Hulme, destrozado por un proyectil en septiembre de 1917, a los 34 años. “Oh, Dios, empequeñece / esa apolillada frazada del cielo,/ para envolverme en ella y cómodo acostarme.” Consideraba Hulme que la guerra, “es una necesidad estúpida, pero necesidad al fin”. Estaba entre un grupo de intelectuales que opinaban que, “de tanto en tanto, pueden ser necesarios grandes e inútiles sacrificios, meramente para preservar el poco y precario bien que se haya logrado”.
Las reediciones de estos poetas ya hechas y proyectadas para el resto de este año son un indicativo de la fuerza de la poesía de guerra que aún existe. La combinación de piezas bien torneadas y la sensación de tragedia permanente los hace atractivos. El que más se destaca es Wilfred Owen, largo tiempo ignorado y hoy un icono nacional en Inglaterra. Owen, de clase media alta venida a menos, comenzó a escribir a los once años. Justificó su alistamiento tardío declarando que “un poeta vivo es mejor que un soldado muerto”. A temprana edad su poesía reclamaba justicia a favor de los pobres y maltratados. Owen sería uno de los poetas muertos. Fue acribillado por metralla en un asalto a un puesto alemán el 4 de noviembre de 1918. Cuando las campanas de su ciudad, Shrewsbury, repicaban celebrando el fin de la guerra, el armisticio, sonó el timbre en la casa de sus padres: el cartero traía la notificación de la muerte del poeta.
Sus poemas y cartas se incluyen en un volumen publicado en Inglaterra, titulado Himno para la Juventud Perdida (Anthem for Doomed Youth), que el sello londinense Constable preparó con buena anticipación al centenario en combinación con una exposición de manuscritos, originales y accesorios, con el subtítulo de “doce poetas de la Primera Guerra Mundial”. Son los que murieron en combate, también los que sobrevivieron, como Siegfried Loraine Sassoon (1886-1967).
La producción editorial y literaria no se limitó al centenario en su extensión precisa. Uno de los textos fuera de lo común publicados en Londres este año se titula, 1913, el mundo antes de la Gran Guerra (1913, The World before the Great War), publicado por el sello Bodley Head, del joven historiador australiano Charles Emmerson. El autor toma veinte ciudades del mundo y explora mediante documentos y prensa el estado de cosas y el nivel de vida en cada una y cómo eran percibidas en el resto del globo. Están las inevitables, Londres, Nueva York, Washington, París, Berlín y otras, como Ciudad de México, Constantinopla, Tokio y... Buenos Aires..., la historia que se repite. El capítulo cita informes del Centenario. Reginald Lloyd fue el periodista y autor de un tomo de 800 páginas titulado Impresiones de la Argentina del Siglo Veinte (1911). “En la mente del inversor extranjero en 1913, hay un destino más prometedor que Canadá, Australia o los Estados Unidos: Argentina... En la Bolsa de Comercio de Londres los nombres de los ferrocarriles argentinos se conocen mejor que los de la India...” El destino de grandeza también se pronosticaba en textos de época como los del escritor y periodista W. H. Koebel, autor de Argentina Moderna (1907) y La Argentina, pasado y presente (1910).
La crítica y el rechazo no tardaron en llegar.
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